domingo, 5 de octubre de 2025

Belgrano y el arte militar

 


BELGRANO Y EL ARTE MILITAR

Por el Lic. Roberto Arnaiz
Académico Belgraniano de Número
 
Conferencia vía streaming
3 de octubre de 2025


Belgrano y el arte militar: de los libros al campo de batalla

La historia suele esconder paradojas que parecen imposibles de explicar. Una de ellas es la de Manuel Belgrano. Nacido para las leyes y las letras, formado en las universidades de Salamanca, Oviedo y Valladolid, respiró el aire de la Ilustración europea, se apasionó por la economía política, el derecho y la educación, y parecía destinado a los debates académicos y a las reformas civiles. Nadie hubiera imaginado que aquel joven ilustrado, de voz serena y modales suaves, terminaría al frente de ejércitos mal armados, enfrentando a generales curtidos en las guerras napoleónicas.

Y sin embargo, el destino lo arrojó al barro de la guerra. Con soldados improvisados, con caballos flacos y fusiles viejos, ese abogado de escritorio se transformó en un conductor militar capaz de idear maniobras de manual. No fue un improvisado que jugó a la guerra: fue un general que, sin academias ni reglamentos, supo organizar operaciones que todavía hoy sorprenden por su audacia.

¿Cómo se entiende esta metamorfosis? ¿De dónde le vino la claridad para ordenar un éxodo general, para escoger con maestría el terreno, para concentrar fuerzas en el momento justo, para combinar infantería y caballería con la precisión de un veterano?

La respuesta no está en los cuarteles, ni en los patios de armas, ni en los manuales de reglamento. Está en un terreno más silencioso y menospreciado: los libros. Belgrano convirtió la lectura en pólvora, y la reflexión en maniobra. Allí, entre páginas de historia, de filosofía, de teatro y de poesía, encontró a los conductores invisibles que lo guiaron: estrategas de Oriente y de Occidente, guerreros de la Antigüedad y autores del Siglo de Oro español, que le prestaron sus voces y su sabiduría para enfrentar batallas que parecían perdidas de antemano.

 

Calderón y la milicia como religión

El universo de Manuel Belgrano no se explica solo por sus estudios en Salamanca, Oviedo y Valladolid. También se nutre de lo doméstico, de lo íntimo. Su hermano Mariano Belgrano estaba casado en España con una mujer que, si bien no descendía directamente de Calderón de la Barca, provenía de una familia vinculada a ese ámbito cultural. Manuel vivió en esa casa, y no hay duda de que allí tuvo acceso a la obra del dramaturgo más grande del Siglo de Oro.

En su drama Para vencer amor, querer vencerle, Calderón escribió una oración memorable: “La milicia es una religión de hombres honrados.” Para un joven ilustrado que buscaba darle sentido ético a la vida pública, aquella sentencia debió caer como un rayo. Belgrano encontró allí una definición que lo acompañaría toda la vida.

Para él, la guerra no era una carnicería de mercenarios, sino un sacrificio de ciudadanos que entregaban su vida por un ideal. El ejército, bajo su mando, no era una horda de conscriptos: era un cuerpo de hombres dignos, casi monjes de la patria, donde el honor valía más que la paga. Esa convicción lo llevó a ser severo y paternal a la vez, cercano al soldado raso y distante de la ambición personal.

En una de sus proclamas más célebres, Belgrano escribía: “Mis soldados no son esclavos, son ciudadanos que han tomado las armas para defender la patria.” Aquí se respira el eco de Calderón: la milicia no como oficio, sino como fe.

Y esa misma concepción la compartía José de San Martín, que con idéntico espíritu sentenció: “La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, sino para que la defienda con su vida.” Dos voces distintas, dos trayectorias paralelas, un mismo credo: el ejército debía ser el altar de la patria, no el verdugo del pueblo.

 

El principio de concentración de fuerzas

En la batalla de Tucumán, Belgrano dejó claro algo que los manuales modernos suelen atribuir a Napoleón: el principio de concentración de fuerzas. El corso lo aplicó con maestría en la Campaña de Italia (1796-1797), donde, con ejércitos más pequeños, golpeó a sus enemigos concentrando todo su poder en un punto decisivo. La diferencia es que Napoleón lo aprendió en las academias militares de Europa; Belgrano, en cambio, lo dedujo de su cultura, de sus lecturas y de su intuición.

La situación era desesperada. Las Provincias Unidas le habían ordenado retirarse hasta Córdoba, cediendo el Norte al enemigo. Belgrano, con el temple de quien sabe que la retirada era la muerte lenta de la revolución, desobedeció. Apostó todo en Tucumán, y en lugar de dispersar a sus hombres en defensas aisladas, los reunió en un solo punto, decidido a golpear con todo lo que tenía.

Era la misma lógica que Aníbal había aplicado en Cannae (216 a.C.): los romanos eran más numerosos, pero el cartaginés concentró su fuerza en el momento preciso, encerró a la legión en un abrazo letal y la aniquiló. Belgrano, con tropas mal vestidas, apenas entrenadas, sin artillería suficiente, imitó aquella enseñanza de la Antigüedad: no se trata de cuántos hombres tengas, sino de dónde y cómo los usas.

Incluso el general chino Sun Tzu, en El arte de la guerra, había escrito siglos antes que la clave estaba en dispersar al enemigo y concentrar la fuerza propia en el punto decisivo. No hay pruebas de que Belgrano lo conociera, pero resulta llamativa la coincidencia: la sabiduría milenaria y la intuición americana llegaban a la misma conclusión.

En Tucumán lanzó el golpe al centro de las fuerzas realistas. No fue un choque elegante ni una maniobra de desfile: fue una arremetida brutal, donde la mezcla de gauchos, campesinos y milicianos quebró la disciplina de soldados veteranos. La ciudad entera se convirtió en campo de batalla. Mujeres desde las terrazas arrojaban piedras, agua hirviendo, cuanto tenían a mano.

Belgrano lo resumió con humildad en una carta al gobierno: “Todo se lo debemos al entusiasmo del pueblo y al ardor de nuestras tropas.” Esa frase, casi inocente, revela algo mayor: la concentración de fuerzas no fue solo militar, sino moral y espiritual. Reunió en un mismo punto la energía de un pueblo que no estaba dispuesto a entregar su tierra.

Ese día, en Tucumán, un abogado ilustrado derrotó a generales formados en la tradición napoleónica. Y lo hizo aplicando, con intuición o por coincidencia con las máximas de la Antigüedad, de Oriente y de la Europa moderna, la misma receta que había servido a Napoleón en Italia, a Aníbal para humillar a Roma y a Sun Tzu para iluminar a la China milenaria: concentrar la fuerza en el lugar donde más duele.

 

Belgrano y Julio César: la política como fruto de la guerra

De Julio César, Belgrano tomó más que lecciones militares: entendió que la guerra era también política en acción. El romano escribía sus Comentarios no solo para narrar campañas, sino para gobernar desde el campo de batalla: cada puente sobre el Rin, cada victoria en la Galia, era un mensaje directo al Senado y al pueblo de Roma.

Belgrano actuó de manera similar en el Río de la Plata. Después de Tucumán y Salta no se limitó a contar bajas o trofeos: organizó procesiones, juramentos de bandera y actos cívicos. Transformó la victoria en símbolo, en pedagogía y en política. La batalla no terminaba en el campo, sino que continuaba en el corazón del pueblo.

Incluso en la derrota supo convertir el revés en discurso. En Vilcapugio y Ayohuma exaltó la valentía de sus soldados, reforzando la idea de que la causa seguía viva. Como César, comprendía que la narrativa era inseparable de la acción militar: triunfos y fracasos podían convertirse en capital político.

Aquí aparece el contraste con Clausewitz. El prusiano escribió que “la guerra es la continuación de la política por otros medios.” En cambio, tanto en César como en Belgrano, se percibe lo inverso: es la guerra la que hace posible la política, porque sin batallas no hay símbolos, sin sacrificio no hay patria que organizar.

Belgrano no fue solo un general de maniobras: fue un constructor político desde la guerra misma. Cada proclama, cada bandera y cada ceremonia fueron parte de un mismo proyecto: demostrar que la sangre derramada en el campo de batalla era el cimiento sobre el cual se erigiría la Nación.

 

Movilidad y rapidez: la herencia de Alejandro

En la guerra no siempre gana el que tiene más hombres, sino el que sabe moverse como un relámpago. Alejandro Magno lo entendió mejor que nadie: en el Gránico, en Issos, en Gaugamela, derrotó a ejércitos que lo duplicaban en número porque jamás permitió que el enemigo fijara el ritmo. Se movía rápido, golpeaba donde menos se esperaba, desarmaba la seguridad del contrario y lo obligaba a improvisar. La movilidad era su verdadero ejército invisible.

Belgrano, dos mil años después, comprendió lo mismo en las montañas y llanuras del Alto Perú. Con tropas mal armadas, escasas municiones y uniformes desiguales, solo le quedaba la velocidad y la astucia. Hizo de la movilidad su escudo y su lanza. Forzó marchas de día y de noche, sorprendió al enemigo en lugares donde nadie lo esperaba, convirtió quebradas y pampas en trampas vivientes.

Sus soldados no eran bloques rígidos ni piezas de plomo: eran un organismo vivo, capaz de retirarse como sombra y regresar como tormenta. En esto, Belgrano se parece más a Alejandro que a cualquier general europeo de su tiempo. Mientras los realistas esperaban un combate de reglamento, él jugaba con la dinámica de un combate popular, rápido, de golpes y repliegues, donde la geografía se volvía cómplice.

La movilidad de Belgrano no fue solo militar, sino también política y psicológica. Cuando ordenó el Éxodo Jujeño, no solo movió un ejército: desplazó a todo un pueblo, transformando a mujeres, ancianos y niños en parte de la maniobra. Esa imagen —una sociedad entera marchando, incendiando sus propias casas, llevándose lo imprescindible— es quizá el mayor acto de movilidad estratégica de nuestra historia.

Los realistas avanzaban confiados, creyendo que encontrarían abundancia; en cambio, hallaron desolación, campos quemados, pueblos vacíos. Belgrano había hecho lo mismo que los persas contra Alejandro: convertir la tierra en un desierto hostil. Pero lo que en Asia fue táctica de imperio, en el Río de la Plata se transformó en sacrificio colectivo por la libertad.

Incluso en la derrota mantuvo esa lógica. Tras Vilcapugio (1813) y Ayohuma (1813), donde el ejército patriota fue vencido por la superioridad numérica y técnica del enemigo, Belgrano no se desmoronó. Reagrupó a sus hombres, reorganizó la retirada y evitó que el desastre se convirtiera en aniquilación. Esa capacidad de recomponer fuerzas en plena adversidad recuerda a Napoleón Bonaparte, maestro en los desplazamientos rápidos: marchaba con velocidad fulminante, concentraba fuerzas en un punto inesperado y golpeaba donde el enemigo era más débil.

Belgrano, en escala americana, hizo lo mismo. No podía vencer siempre, pero sus movimientos —su capacidad de reagruparse, de trasladar ejércitos exhaustos y devolverles cohesión— muestran que compartía con Napoleón la convicción de que la movilidad es la esencia de la victoria.

Alejandro movió imperios antiguos, derribando a Persia y fundando ciudades que llevaban su nombre. Napoleón movió imperios modernos, redibujando el mapa de Europa con la velocidad de sus ejércitos. Y Belgrano, sin ejércitos profesionales ni recursos, movió algo más frágil y poderoso a la vez: un país que todavía estaba en pañales, una nación en ciernes que solo existía en la voluntad de su gente.

 

El plan de tierra arrasada: de Persia a Jujuy

El Éxodo Jujeño no fue solamente una marcha desesperada: fue una operación estratégica deliberada, escalofriantemente eficaz en su lógica y terrible en su coste humano. Belgrano convirtió a todo un pueblo en ejército móvil: hombres, mujeres, viejos y niños, hacienda, sementeras, carros, y lo más esencial —la voluntad de resistir— se pusieron en movimiento bajo una orden que sonaba a sentencia. La logística detrás de esa orden exige la admiración del historiador: rutas planificadas, tiempos de marcha, puntos de reunión, custodias para las caravanas y patrullas para retardar al enemigo. No fue improvisación: fue cálculo.

La táctica es simple y brutal a la vez: si el enemigo espera alimento y abrigo en la retaguardia, aliméntalo de humo y ceniza. Si crees que no puedes vencerlo en el combate abierto, priva a sus hombres de lo que necesitan para sostenerse. Belgrano lo ordenó con la claridad de quien sabe que el sacrificio presente puede salvar el porvenir: “Ni un solo fruto, ni un grano de trigo debe quedar a los enemigos: se ha de abandonar todo y quemar cuanto no se pueda llevar.” Esa frase, seca, contiene todo el drama de una decisión histórica.

El paralelo con la resistencia persa frente a Alejandro es directo. Cuando el invasor macedonio avanzó, Darío y sus generales optaron, en varios puntos, por no ofrecer al enemigo la mesa servida: quemaron, retiraron ganados, arrasaron aldeas. El resultado buscado era doble: atraer al invasor a marchas más largas, agotar su logística y reducir su cohesión moral. En el Río de la Plata, Belgrano aplicó la misma regla pero con un propósito distinto: no frenar a un conquistador que venía a saquear un imperio, sino impedir que un ejército realista con mejor material y organización encontrara el sustento para continuar la campaña.

La lógica de Belgrano dialoga con la sentencia de Napoleón Bonaparte: “Los ejércitos caminan sobre sus estómagos.” Belgrano lo entendió instintivamente. Si se priva al enemigo de alimento, se lo priva también de la voluntad de combatir. La estrategia no golpea primero con balas, sino con hambre.

Las consecuencias tácticas fueron concretas. El ejército realista, que avanzaba pensando encontrar víveres y reposo, halló despoblación y desolación. Sus columnas se estiraron, la comunicación se complicó, la moral decayó. Todo eso jugó a favor del bando patriota en Tucumán: un ejército hambriento no pelea con la misma virulencia, los oficiales pierden margen de maniobra, y la logística se transforma en prueba de resistencia. Belgrano, entonces, no solo usó la tierra como campo de batalla: la usó como una trampa logística.

Pero no hay victoria sin costo. El plan de Belgrano significó sufrimiento inmediato: familias que perdieron techos y granos, ganados sacrificados, años de siembra destruidos. Es la otra cara de la estrategia: la brutal honestidad de la guerra cuando el precio se pide por anticipado a los mismos compatriotas que se quiere salvar. Esa tensión moral forma parte inseparable de la grandeza y la tragedia de la decisión.

La historia también muestra la inteligencia del tiempo. La tierra arrasada sólo funciona si se sincroniza con la movilidad y la concentración de fuerzas. Si quemás las cosechas y luego te exponés sin reunir tus efectivos, te conviertes en mártir inútil. Belgrano —otra vez— demostró sentido del tiempo militar: la negación de recursos fue seguida por la concentración de fuerzas en Tucumán y por el golpe en el centro enemigo. La coordinación convirtió la devastación en ventaja estratégica, no en sacrificio vacuo.

Finalmente, el paralelo histórico se completa con la diversidad de escalas: los persas aplicaron la táctica para defender un imperio; Belgrano la aplicó para forjar una República. En Persia la maniobra es reacción imperial; en Jujuy es una apuesta por la vida común de una nación en gestación. En ambos casos, sin embargo, el corazón de la idea es el mismo: la guerra no es sólo choque de armas; es administración de recursos y, a veces, renuncia calculada.

Así, la Puna y las llanuras argentinas replicaron con dolor las llanuras asiáticas. Dos mil años y un océano después, una táctica que había servido para frenar a Alejandro fue reciclada por un abogado-estratega rioplatense para impedir que la restauración real encontrara alimento. Fue, en definitiva, la demostración de que la historia guarda repertorios que, bien entendidos, pueden servir a causas muy distintas.

 

El “pez en el agua” antes de Mao

Cuando Mao Tse-Tung escribió en 1937 que “el pueblo es al guerrillero lo que el agua al pez”, no estaba inaugurando un principio nuevo, sino dándole forma literaria a una experiencia que la humanidad conocía desde hacía siglos. La fuerza de un ejército irregular nunca estuvo en sus armas ni en su número, sino en la capacidad de confundirse con su gente, de respirar en ella, de vivir de sus recursos y de reflejar sus esperanzas.

En la Hispania antigua, el caudillo Viriato sostuvo durante años una guerra desigual contra Roma. Sus victorias no se explicaban por la fuerza de sus tropas, sino porque las aldeas lusitanas le ofrecían alimento, escondite e información. Su ejército era, en realidad, la prolongación de su pueblo. Un siglo más tarde, Sertorio, romano rebelde, comprendió lo mismo: aprendió la lengua ibérica, respetó sus costumbres y se convirtió en uno más de la comunidad. Fue esa fusión lo que le permitió resistir contra la maquinaria romana mucho más allá de lo imaginable.

En el siglo XVII, en la India, Shivaji fundó el poder de los marathas sobre la misma lógica. Sus aldeas eran fortalezas invisibles: de ellas salían guías, caballos, granos y mensajeros. Las poblaciones no eran espectadores de la guerra, eran parte de ella. El Imperio Mogol, superior en hombres y recursos, se vio obligado a enfrentarse no solo a ejércitos, sino a una sociedad entera que lo desgastaba en cada paso.

En los Andes, la rebelión de Túpac Amaru II (1780–1781) encendió la misma chispa. Cada ayllu indígena se convirtió en santuario y almacén: aportaba maíz, llamas y chasquis para sostener la insurrección. Los españoles podían aplastar un campamento, pero no podían sofocar una red social que multiplicaba al rebelde en cada comunidad.

Incluso en la misma época de Belgrano, las guerrillas españolas contra Napoleón hicieron visible esta verdad: el invasor francés podía ocupar ciudades, pero jamás lograba controlar el campo. Curas, molineros y campesinos se convertían en espías, combatientes o abastecedores. Cada pueblo hostil era un pantano donde el ejército más poderoso de Europa se hundía día tras día.

Todos estos casos muestran la misma regla: un ejército irregular solo sobrevive cuando se convierte en parte inseparable del pueblo. Eso es el “pez en el agua”. Y también es lo que Mao aclaró que no significa: no se trata de usar a los civiles como escudo ni de abusar de ellos, porque un pez no puede vivir si envenena el agua que lo rodea. La guerrilla no puede imponerse al pueblo, debe fundirse con él hasta que no haya diferencia posible.

Belgrano, más de un siglo antes de Mao, lo comprendió con claridad instintiva. El Éxodo Jujeño de 1812 fue su obra maestra en este sentido. No movió solo soldados, movió a todo un pueblo. Mujeres, ancianos y niños abandonaron sus casas y marcharon junto al ejército, quemando cosechas y privando al enemigo de alimento y reposo. Esa masa en movimiento no era un ejército que se refugiaba en su pueblo: era un pueblo convertido en ejército.

En Tucumán, la ciudad entera se volvió trinchera. Los soldados peleaban en las calles, mientras los vecinos arrojaban agua hirviendo y piedras desde las terrazas, fabricaban pólvora y escondían municiones. La victoria no fue exclusiva de los uniformados: fue la obra colectiva de una comunidad que se confundió con sus tropas. En Salta, lo mismo: campesinos y estancieros ofrecieron caballos, comida, refugios y guías. Belgrano lo resumió en una frase austera que encierra toda su grandeza: “Todo se lo debemos al entusiasmo del pueblo y al ardor de nuestras tropas.”

Luego, Martín Miguel de Güemes llevó este principio a su máxima expresión. Sus gauchos eran inseparables del paisanaje que los protegía: campesinos de día, combatientes de noche. Los realistas nunca supieron dónde terminaba el vecino y dónde empezaba el soldado. El pez y el agua eran uno solo.

Así, mucho antes de que Mao lo formulara, Belgrano y los hombres del Norte lo habían practicado. No podían sostener ejércitos profesionales ni contar con mariscales de hierro; lo que tenían era algo más poderoso: un pueblo entero dispuesto a confundirse con sus soldados. Esa fue la clave de Tucumán, de Salta y del Éxodo: que la milicia no se distinguiera de la sociedad, sino que fuera la sociedad misma en armas.

 

La combinación de infantería y caballería: la dinámica del combate

Belgrano sabía que una batalla no era un choque de piedras, sino una danza de metales. La infantería era el muro, la resistencia, el escudo que fijaba al enemigo en un punto. Pero la caballería, ágil y feroz, era el brazo que decidía la suerte del día. Si la infantería aguantaba, la caballería podía clavar la daga en el corazón del adversario.

Esa idea no era nueva: Alejandro Magno había demostrado, en sus campañas contra persas y griegos, que la clave estaba en la combinación. Su infantería macedonia, con la falange de sarisas, fijaba al enemigo en el frente, y él mismo, al mando directo de la caballería de compañeros, la hetairía, lanzaba la carga decisiva, rompiendo la línea enemiga con la violencia de un rayo. No delegaba ese instante: lo comandaba en persona, como en Gaugamela (331 a.C.), cuando atravesó el centro persa y obligó a Darío a huir del campo de batalla.

Siglos después, Julio César repetiría la lección en Alesia (52 a.C.), cuando sus jinetes germanos cerraron el cerco sobre Vercingétorix y le impidieron escapar. Y Aníbal, en Cannae (216 a.C.), dio la cátedra maestra: mientras su infantería cartaginesa contenía a las legiones, la caballería númida desbordaba por los flancos hasta envolver a Roma en un abrazo mortal.

Belgrano, lector apasionado y observador astuto, comprendió que esas páginas no eran letras muertas, sino recetas para el presente. En la batalla de Salta (20 de febrero de 1813), puso en práctica esa coreografía. Primero fue la infantería la que sostuvo el choque, absorbiendo la presión realista, resistiendo en posiciones claves. Y en el momento exacto, cuando el enemigo ya se sentía dueño del campo, lanzó a su caballería. No eran jinetes uniformados ni tropas brillantes: eran gauchos de lanza larga, montados en caballos criollos, con más coraje que adiestramiento. Pero esa irrupción desbordó el orden realista y lo quebró como vidrio contra piedra.

Después de la victoria, Belgrano lo explicó con la frialdad de un parte oficial: “El enemigo, desconcertado por la acción de nuestra caballería, no tuvo otro remedio que rendirse.” Detrás de esa frase austera late una verdad profunda: el arte de mover las piezas como en un tablero de ajedrez vivo, esperar el instante, sostener el centro con infantería y clavar la estocada con la caballería.

Salta fue, en ese sentido, una clase magistral. Mientras los generales europeos se enredaban en manuales, Belgrano, con tropas mal armadas y descalzas, aplicaba la misma dinámica que había hecho grandes a Alejandro, a César y a Aníbal. La guerra, entendida como danza de armas, le devolvía a la patria un triunfo que sería celebrado en todos los rincones del Río de la Plata.

 

El arte de elegir el terreno: la batalla antes de la batalla

Un buen general sabe que muchas veces la guerra se gana antes de disparar el primer tiro. La elección del terreno es la jugada de ajedrez que define la partida antes de mover las piezas. Belgrano lo entendió con la claridad de los maestros antiguos: el suelo no es un escenario pasivo, es un combatiente más que puede estar a favor o en contra.

Sun Tzu había escrito siglos antes en El arte de la guerra: “Conoce el terreno, conoce el clima, y saldrás victorioso en cada batalla.” También advertía: “Quien ocupa primero el campo de batalla y espera al enemigo, está en posición ventajosa; quien llega después y entra en combate de inmediato, estará exhausto.” Y resumía con imágenes potentes: la disposición del ejército debía ser como el agua, que busca siempre el terreno más favorable.

No hay pruebas de que Belgrano haya leído a Sun Tzu —las traducciones de la obra eran escasas en la Europa de su tiempo—, pero sus decisiones en Tucumán y Salta parecen un eco intuitivo de esas máximas. Llegó por necesidad, experiencia y lucidez a las mismas conclusiones: que la geografía, la luz y hasta el pueblo podían convertirse en soldados invisibles.

En Tucumán, no esperó al enemigo en campo abierto, donde la superioridad realista podía aplastarlo. Eligió la ciudad, sus calles, sus huertas, sus vecinos. Transformó un espacio civil en trinchera, en laberinto, en emboscada. Y lo hizo con algo más que intuición: supo combinar la acción de las unidades militares con la resistencia espontánea del pueblo. La infantería ocupaba posiciones estratégicas, la caballería se movía en los alrededores, y mientras tanto los vecinos hostigaban desde techos y tapias, cerrando caminos, confundiendo al enemigo. El resultado fue una coreografía de acero y pueblo.

La escena recuerda inevitablemente a las Invasiones Inglesas en Buenos Aires (1806-1807). Allí también se dio la alianza entre milicianos y ciudadanos: las tropas regulares fijaban al invasor, mientras los vecinos convertían cada esquina en trampa y cada azotea en fortaleza. Los británicos descubrieron que conquistar un territorio abierto era posible, pero conquistar una ciudad viva, donde ejército y población combatían como un solo cuerpo, era casi imposible. Belgrano, testigo de aquella experiencia, supo años después replicar la lección en Tucumán: no había que dividir al pueblo en “combatientes” y “civiles”, porque la independencia necesitaba a todos.

En Salta, volvió a jugar con el terreno. Colocó a sus tropas en altura, obligando a los realistas a avanzar cuesta arriba, con el sol en contra y la artillería patriota en posiciones dominantes. Allí ya no había ciudad, pero sí la misma idea: el campo de batalla no es neutro, y un pueblo que pelea junto a sus soldados convierte cualquier geografía en un bastión. Era la confirmación práctica de aquella sentencia de Sun Tzu: quien ocupa primero el terreno y lo aprovecha, pelea con ventaja.

Algo semejante había hecho Aníbal en Cannae. No solo eligió el terreno estrecho para encerrar a los romanos: también esperó la hora precisa en que el calor sofocante y el viento levantaban nubes de polvo. Ese polvo, arrastrado contra los ojos de las legiones, los cegaba y agotaba, mientras sus hombres, acostumbrados al clima, golpeaban con ventaja. La naturaleza misma, sumada al ingenio táctico, se convirtió en aliada de los cartagineses. Belgrano, dos milenios después y en otro continente, aplicó el mismo principio: que el sol, la pendiente y el terreno jugaran del lado de los suyos.

El espejo de Alejandro. En Issos (333 a.C.), Alejandro eligió el terreno estrecho de un valle entre el mar y las montañas para que el gigantesco ejército persa no pudiera desplegar su número. Allí la multitud se volvió desorden, y su falange compacta abrió un surco hasta Darío, obligándolo a huir. Fue el arte de encajonar al enemigo en un espacio reducido. En Gaugamela (331 a.C.), en cambio, Alejandro se enfrentó a Darío en una llanura inmensa, preparada para los carros persas. Fingió retirarse hacia un flanco y con esa maniobra obligó a los persas a extender sus líneas más allá de lo conveniente, debilitando el centro. En ese hueco calculado, lanzó a su caballería de élite como una lanza en el corazón enemigo. Fue el arte de replegarse para luego atacar, usando la amplitud del terreno como trampa.

Belgrano, en escala más modesta pero no menos heroica, aplicó la misma lógica: en Tucumán estrechó el campo de batalla entre calles y huertas, y en Salta obligó al enemigo a exponerse cuesta arriba con el sol en contra. Como Alejandro, supo que no siempre vence el que tiene más hombres, sino el que consigue que el adversario pelee en el terreno equivocado.

La astucia de Napoleón. En Austerlitz (1805), el corso fingió debilidad en el centro y atrajo a los austríacos y rusos a atacar en el lugar que él mismo había preparado. Esperó el momento en que el sol naciente les dio de lleno en los ojos, y entonces lanzó el golpe decisivo sobre la colina de Pratzen. El sol de Austerlitz quedó inmortalizado como símbolo de su genio. Belgrano, con recursos modestos, entendió lo mismo: hasta la luz y la hora del día podían ser soldados invisibles en una batalla.

En esto se parece a los grandes: mientras otros confiaban en el azar o en la mera bravura, Belgrano fue arquitecto de la geografía. Sus victorias no nacieron solo del valor de sus hombres, sino de su capacidad para torcer el espacio a favor de la causa.

El viento y el sol fueron soldados invisibles de Belgrano, tan decisivos como los hombres que empuñaban fusiles y lanzas. En Tucumán y Salta no combatió solo un ejército: combatió un pueblo entero, aliado con la tierra, la hora y el cielo. Y en esa fusión ardió la chispa de la independencia.

 

Las mujeres en el arte de la guerra de Belgrano

La historia suele poner a los hombres en el centro de los ejércitos, relegando a las mujeres al silencio de las cocinas o a la retaguardia invisible. Pero Belgrano, lector de los clásicos y observador de su tiempo, entendió que la guerra no podía librarse sin ellas. No era cuestión de romanticismo ni de cortesía: era una necesidad militar. La revolución se sostenía en la plaza, en el campo de batalla, pero también en los fogones, en las caravanas, en los hospitales improvisados y en la logística que mantenía viva a la tropa.

Por eso no es casual que Belgrano reconociera públicamente a las mujeres que se jugaban la vida en la causa. A Juana Azurduy, que combatía al frente de una partida de caballería en el Alto Perú, le entregó su sable. El parte del general decía: “A esta digna amazona la hago merecedora del sable que llevo, en premio a su esfuerzo y valor.” Era el gesto supremo de confianza y de honor militar: le estaba diciendo que su lanza era tan legítima como la de cualquier coronel.

A María Loreto Sánchez de Gurruchaga, que organizó en Salta un batallón de mujeres para abastecer, curar y hasta espiar a los realistas, le regaló su poncho verde de comandante. La tradición salteña lo recuerda con nitidez: aquella prenda era insignia de los cazadores de Belgrano, y al entregársela le reconocía un rango simbólico. Gurruchaga, con su batallón de mujeres, fue tan temida que el propio Pío Tristán, jefe realista, se quejaba de “esas hembras que alientan la rebelión con más fuego que los hombres.”

Y a María Remedios del Valle, que siguió al Ejército del Norte desde Tucumán hasta Ayohuma, la llamó con un título que trasciende cualquier rango: “Madre de la Patria.” El testimonio lo recoge el propio Belgrano: “La nombré Madre de la Patria por sus desvelos, sacrificios y valor, pues era madre de los soldados en el campo y en el hospital.” Esa denominación no era una fórmula retórica: era una declaración de que la patria no se forjaba solo con cañones y batallas, sino también con la ternura feroz de una mujer que hacía de madre de soldados huérfanos en medio de la guerra.

Estos gestos no fueron anecdóticos. Fueron parte de su visión del arte de la guerra: el ejército no era solo filas de hombres armados, sino un pueblo entero movilizado. Y en ese pueblo las mujeres eran columna vertebral. Sin su presencia, el Éxodo Jujeño no hubiera sido posible: fueron ellas las que empujaron carros, cuidaron niños y prendieron fuego a sus casas para que el enemigo no encontrara sustento.

Belgrano, al incluirlas en su retórica y en su organización, se colocaba en una tradición mucho más amplia. La historia universal tiene ejemplos de mujeres que desafiaron los límites del género para entrar en la guerra: las espartanas, que despedían a sus hijos con el mandato de volver “con el escudo o sobre él”; Boudica, la reina celta que incendió Londres en el siglo I d.C. al frente de un ejército de tribus britanas contra Roma; Juana de Arco, que en el siglo XV condujo a los franceses a la victoria contra los ingleses con su estandarte blanco; y las mujeres de los pueblos originarios de América, como las que acompañaron a Túpac Amaru y a Bartolina Sisa en las rebeliones indígenas.

Belgrano conocía, por sus lecturas y por su intuición, que la guerra total implicaba movilizar a toda la sociedad. Y en esa visión, las mujeres eran combatientes invisibles, pero decisivas. Si Napoleón podía jactarse de sus mariscales y Alejandro de sus generales macedonios, Belgrano podía decir que tenía madres, esposas e hijas convertidas en guerreras, enfermeras y espías.

Su grandeza consistió en darles un nombre, un gesto, un símbolo. Porque al entregar un sable, un poncho o un título, Belgrano no solo reconocía a tres mujeres: reconocía a todas las que, sin uniforme ni grado, hicieron posible que la patria naciera entre la pólvora y el sacrificio.

 

La inteligencia militar: los ojos invisibles de Belgrano

Ningún ejército sobrevive sin ojos ni oídos. La pólvora puede dar el golpe, pero la inteligencia prepara el terreno. Manuel Belgrano, sin contar con un servicio secreto profesional, entendió muy pronto que la información era tan decisiva como la artillería. Supo organizar redes de espías, exploradores y confidentes que hicieron de la sociedad norteña un verdadero sistema de inteligencia popular.

En el Éxodo Jujeño (1812), por ejemplo, nada hubiera sido posible sin saber con precisión por dónde y cuándo avanzaban los realistas. Los exploradores a caballo y los vecinos disfrazados de viajeros le transmitían las noticias del enemigo: número de hombres, moral de la tropa, estado de los caballos y tiempos de marcha. Gracias a esos datos pudo calcular el momento exacto para ordenar la retirada, quemar los recursos y hacer que el ejército invasor encontrara humo y ceniza en vez de sustento.

La batalla de Tucumán (1812) también fue precedida de operaciones de inteligencia y engaño. Belgrano difundió rumores de que su ejército era mayor de lo que realmente era, hizo desfilar varias veces a las mismas tropas por distintos puntos y exageró en sus partes la cantidad de artillería disponible. Los realistas, desconcertados, entraron en combate sin comprender del todo contra cuántos luchaban. Fue la aplicación práctica de uno de los principios eternos de la guerra: sembrar confusión en la mente del enemigo.

En esta tarea, las mujeres tuvieron un rol clave. María Loreto Sánchez de Gurruchaga, en Salta, organizó un batallón femenino que no solo abastecía y curaba, sino que también espiaba y transmitía mensajes ocultos. Con canastos, cartas cifradas o simples palabras susurradas en los mercados, se construía una red de inteligencia que burlaba al ejército realista. Del mismo modo, María Remedios del Valle no solo fue madre de soldados: también supo moverse entre líneas como enlace y recolectora de información vital.

Belgrano no inventó esta práctica: se inscribía en una tradición universal. Los romanos tenían a sus speculatores y exploratores. Aníbal empleaba espías incluso en Roma y confiaba en exploradores hispanos para guiarlo en los Alpes. Julio César dependía de guías galos y germanos que le proporcionaban datos sobre senderos ocultos y tribus hostiles. Alejandro Magno, por su parte, enviaba exploradores por delante de sus campañas para medir distancias, recursos de agua y ánimos de la población; su victoria en Gaugamela no se explica sin esa información previa que le permitió preparar el terreno frente a Darío. Y siglos después, Napoleón convirtió la inteligencia en una maquinaria sistemática, con redes civiles y militares que lo mantenían informado hasta del humor de las ciudades conquistadas. Belgrano, sin recursos ni estructuras, hizo lo mismo pero con el pueblo: sus campesinos, sus mujeres y sus curas eran sus agentes secretos.

Aquí aparece el eco de Sun Tzu, que ya en el siglo V a.C. dedicaba el último capítulo de El arte de la guerra a la inteligencia y a los espías. Allí distinguía cinco tipos:

  • Espías locales: habitantes de la zona enemiga que transmiten información. (En el Norte, los campesinos que avisaban de movimientos realistas cumplían esa función).
  • Espías internos: miembros del ejército rival sobornados o persuadidos. (Belgrano logró obtener noticias gracias a desertores y prisioneros).
  • Espías dobles: agentes enemigos capturados que se usan para difundir información falsa. (Los partes inflados de tropas o la repetición de desfiles cumplían ese rol de engaño).
  • Espías condenados: quienes son enviados a entregar datos falsos al enemigo, sabiendo que serán descubiertos. (La desinformación que los realistas recogían en pueblos arrasados funcionaba de este modo).
  • Espías vivientes: aquellos que regresan con información directa del terreno. (Los gauchos exploradores y las mujeres mensajeras de Belgrano).

Sun Tzu concluía con su máxima más célebre: “Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no necesitas temer el resultado de cien batallas; si te conoces a ti mismo pero no al enemigo, sufrirás una derrota por cada victoria; si no conoces al enemigo ni a ti mismo, sucumbirás en cada batalla.”

Belgrano, sin citarlo jamás, aplicó esa misma lógica: conocía al enemigo a través de espías y exploradores, conocía a sus tropas a través de la disciplina y el entusiasmo moral, y conocía al terreno a través de guías locales y de la población movilizada.

Belgrano, entonces, hizo de la inteligencia su artillería invisible. Con exploradores que espiaban marchas, mujeres que tejían redes de información, rumores que confundían y vecinos que arriesgaban la vida transmitiendo datos, construyó un ejército con ojos en todas partes. En la guerra del Norte no solo combatieron hombres con lanzas: también combatieron los mensajes secretos, las falsas noticias y los silencios bien calculados. Allí se revela el costado menos visible de Belgrano: no solo fue general de batallas, sino arquitecto de una inteligencia popular que supo derrotar al enemigo antes de que sonara el primer disparo.

 

El ejemplo personal: Alejandro y Belgrano

Ningún tratado enseña el poder del ejemplo personal. Ninguna academia lo graba en manuales. Pero los grandes conductores lo supieron siempre: las batallas no se ganan solo con pólvora, sino con la certeza de que el jefe sufre y arriesga tanto como el último soldado.

Alejandro lideraba sus cargas con la lanza en mano, atravesando el polvo como un dios que no teme sangrar. César dormía entre sus legionarios, compartiendo el pan duro y el vino agrio, porque entendía que la autoridad se construye a la intemperie, no en los salones del Senado. Aníbal, tuerto y agotado, seguía marchando al frente de su ejército sobre los Alpes, y esa obstinación lo volvió inmortal en la memoria de Roma, su enemiga.

Y ahí resplandece la anécdota inmortal: Alejandro en el desierto de Gedrosia. El ejército marchaba entre dunas abrasadoras, las gargantas secas, los labios partidos. Un soldado se apiadó y le acercó un casco con el último resto de agua. Alejandro lo sostuvo en la mano, miró a sus hombres, y antes de beber preguntó: “¿Han saciado la sed los demás?”. “No”, fue la respuesta. Entonces, sin vacilar, volcó el agua sobre la arena ardiente. “Demasiada para un hombre, poca para un ejército.” En ese instante no solo renunció a un sorbo: convirtió la privación en ejemplo. El jefe y el soldado eran iguales bajo el sol asesino. Ese gesto, más fuerte que mil victorias, lo transformó en mito: el conductor no vale más que su tropa.

Belgrano, en escala distinta, tuvo gestos semejantes. Durante el Éxodo Jujeño, no se apartó de la columna interminable de familias que lo dejaban todo: caminó con ellas, respiró el humo de las cosechas quemadas, compartió la incertidumbre de no saber qué vendría después. Allí no había uniformes bordados ni caballos blancos de parada, sino un jefe que se confundía con su pueblo.

En campaña, aun enfermo, se negaba a retirarse. “No puedo gozar de alivio cuando mis hombres sufren más que yo”, decía. Sus soldados lo veían, flaco, febril, pero firme en la línea. Esa obstinación lo volvía creíble: si Belgrano resistía, ¿cómo no iban a resistir ellos?

El ejemplo personal fue su verdadero uniforme. Como Alejandro, entendía que un general no conduce desde la comodidad, sino desde el dolor compartido. Esa, quizá, fue su mayor arma invisible: hacer que sus soldados vieran en él no a un jefe distante, sino a un compañero de sacrificio.

 

La selección de los generales: mandar con lo que se tiene

La selección de los generales: mandar con lo que se tiene

Un ejército no se hace solo de soldados. Se hace de jefes, de hombres capaces de interpretar la voluntad del conductor y convertirla en órdenes claras. Allí radica una diferencia esencial entre Belgrano y los grandes de la historia universal.

Alejandro Magno heredó de Filipo II un plantel formidable: Parmenión, Crátero, Pérdicas, Hefestión. Oficiales que eran espadas y cerebros al mismo tiempo. Gracias a esa élite, podía lanzarse a la conquista de Persia con la seguridad de tener detrás un Estado Mayor profesional y veterano, capaz de ejecutar lo imposible.

Napoleón construyó su gloria con mariscales de hierro como Ney, Murat, Lannes, Davout. Todos ellos curtidos en las guerras revolucionarias, capaces de comandar ejércitos enteros sin necesidad de supervisión. El corso solo tenía que encender la chispa y sus mariscales desataban la tormenta.

San Martín, al volver al Río de la Plata, traía la experiencia europea. Había combatido en Bailén, respirado la pólvora napoleónica y aprendido a reconocer talentos. Supo rodearse de oficiales capaces de sostener campañas largas y complejas, desde Güemes en el norte hasta O’Higgins en Chile, pasando por jefes como Necochea y Miller en la caballería.

¿Y Belgrano? Belgrano no tenía nada de eso. No contaba con un Estado Mayor experimentado ni con un plantel de profesionales. Debió improvisar generales entre hombres que ayer eran comerciantes, abogados o estancieros. Sus cuadros de mando eran patriotas más que estrategas. Algunos cumplieron con lealtad y coraje —como Díaz Vélez, Balcarce o Dorrego en sus inicios—; otros lo traicionaron con su mediocridad o sus ambiciones. Esa desigualdad explicaba en parte las dificultades del ejército patriota: había oficiales valientes, pero también otros que no alcanzaban el nivel que la guerra exigía.

Y sin embargo, esa limitación se volvió parte de su grandeza. Belgrano supo inspirar obediencia en improvisados, transformar paisanos en oficiales, dar mando a quienes jamás habían visto un mapa militar. En los primeros tiempos, muchos de sus jefes eran más hombres de causa que profesionales de la guerra. Y en eso radica el milagro: convirtió la fragilidad en motor, la inexperiencia en aprendizaje, la urgencia en escuela.

Mientras Napoleón podía apoyarse en mariscales de hierro y Alejandro en veteranos macedonios, Belgrano tuvo que hacer lo imposible: enseñar a ser generales a quienes apenas habían sido soldados el día anterior. Y en ese milagro de pedagogía militar radica una parte silenciosa de su genio: hacer de un pueblo en armas un ejército capaz de disputar batallas memorables.

 

Clausewitz: el contemporáneo improbable

Muchos historiadores han querido forzar una conexión entre Belgrano y Clausewitz, como si el abogado porteño hubiese tenido en su mesa de campaña los mismos tratados que circulaban en Berlín. Pero no hay pruebas de que lo haya leído. Clausewitz publicaba en Europa mientras Belgrano luchaba, enfermaba y moría en América. El océano, la distancia y la urgencia de la guerra hacían improbable ese puente de papel.

Y, sin embargo, las ideas se rozan como si fuesen hermanas. Clausewitz escribió que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Belgrano, que no citaba filósofos militares, lo demostró en cada proclama: cada batalla era un acto político, cada movimiento militar llevaba implícito un mensaje a la población y al enemigo. No combatía solo con balas: combatía con símbolos, con banderas, con arengas.

Clausewitz habló de la moral como fuerza decisiva, superior incluso a los cañones. Belgrano lo practicó desde el primer día: sus tropas mal vestidas, mal armadas, mal alimentadas, resistieron porque creían en algo más grande que ellos mismos. El entusiasmo del pueblo, decía Belgrano, fue la pólvora verdadera de Tucumán y Salta.

Clausewitz describió la fricción, esa ley que convierte todo plan en incertidumbre cuando entra en contacto con la realidad. Belgrano lo conocía de memoria: marchas bajo la lluvia, soldados que desertaban, pólvora mojada, caballos que no llegaban. Ningún esquema resistía intacto. Pero allí estaba él, corrigiendo, improvisando, rehaciendo. La fricción no lo paralizaba: lo volvía más obstinado.

Quizá ahí radique su grandeza: que sin academias ni manuales, sin tratados ni bibliotecas castrenses, Belgrano llegó por intuición y práctica a las mismas conclusiones que el prusiano encerrado en sus despachos. Como si la historia, en su ironía, hubiera querido probar que no siempre hacen falta libros para pensar como los grandes capitanes: a veces basta con la lucidez, el coraje y la desesperación de un pueblo en armas.

 

Belgrano, entre los clásicos y la tierra

Belgrano tomó de Calderón la convicción de que la milicia es religión; de Cervantes, la dignidad del loco que pelea contra molinos porque sabe que sin locura no hay grandeza; de Aníbal, la audacia para quebrar imperios y la astucia para hacer del viento y del polvo aliados; de Alejandro, la movilidad que vuelve invencible y el gesto del jefe que nunca bebe lo que su tropa no ha probado; de César, la combinación de armas y el poder del relato que convierte la guerra en política y la política en guerra; de Homero, la épica de los pueblos que resisten aunque parezcan condenados; y de Sun Tzu, aunque fuera por ecos indirectos, la sabiduría de la concentración y el engaño como llaves de la victoria.

Pero Belgrano no fue un simple compilador de enseñanzas antiguas. Fue un traductor creativo de la historia universal a la geografía y a la precariedad americana. Cada principio aprendido en los libros lo puso a prueba en las tierras ásperas del Norte. Allí, donde no había falanges macedonias ni legiones romanas, sino gauchos descalzos y campesinos armados con lanzas de tacuara, hizo de la necesidad una estrategia y del sacrificio una escuela.

Cada derrota lo volvió más sabio: de Vilcapugio y Ayohuma salió con la convicción de que la moral y la inteligencia podían sostener a un ejército quebrado. Cada victoria lo volvió más consciente: en Tucumán y Salta entendió que el triunfo no se mide solo en cañones capturados, sino en la energía colectiva que se enciende cuando un pueblo siente que pelea por su destino.

En Belgrano convivieron dos mundos que parecían irreconciliables: la biblioteca y el barro. De un lado, los ecos de Homero, César o Calderón; del otro, el hambre, la fiebre y la incertidumbre de sus soldados. Esa fusión lo convirtió en un conductor único: un general sin academias ni mariscales que logró forjar victorias que aún resplandecen como milagros de disciplina, ingenio y coraje.

No copió la historia: la reescribió en la lengua áspera del Río de la Plata, donde los clásicos dialogaron con la improvisación criolla. Entre la reflexión silenciosa y el grito de guerra, entre las páginas y la pólvora, entre los antiguos y el presente, Belgrano creó un arte militar propio. Y en ese cruce de mundos dejó la marca de un hombre que hizo de la lectura pólvora y de la patria una causa digna de morir.

 

Conclusión: el estratega de las letras y la pólvora

Belgrano demuestra que el arte militar no es propiedad exclusiva de las academias ni de los salones de uniforme bordado. Se puede aprender en los libros, en la filosofía, en el teatro y en la poesía, si se tiene la lucidez de unir todo ese conocimiento en el fuego de la acción.

Por eso, al recordarlo, no debemos verlo solo con la bandera en mano, sino también rodeado de libros, citando a Calderón, recordando a Alejandro, admirando a Aníbal, evocando a Homero y llevando dentro de sí la dignidad del Quijote, que pelea contra molinos porque sabe que sin esa locura no hay grandeza posible.

No fue solo un general: fue un lector que convirtió las páginas en estrategias, un abogado que transformó la retórica en pólvora, un hombre enfermo que caminó al frente de sus soldados con el coraje de quien sabe que la patria es un sueño demasiado grande como para dejarlo en manos de otros.

Y por eso, cuando algunos dicen con desdén que Belgrano no era militar, sino abogado, la respuesta debería ser épica: sí, fue abogado… y con su toga rota y sus libros convertidos en armas, levantó ejércitos de harapos y escribió, con pólvora y sangre, algunas de las páginas más gloriosas de la historia militar argentina.

Belgrano fue, en definitiva, el estratega de las letras y la pólvora: un capitán que sacó del polvo de los clásicos la chispa para encender batallas, y del dolor de su pueblo la fuerza para resistir hasta el límite.

miércoles, 1 de octubre de 2025

Las lecturas de Manuel Belgrano y las influencias en las ideas del Prócer

 


LAS LECTURAS DE MANUEL BELGRANO 

Y LAS INFLUENCIAS EN LAS IDEAS DEL PRÓCER


Por la Dra. Nora Emilce García
Dama Belgraniana
 
Conferencia vía streaming
5 de septiembre de 2025



INTRODUCCIÓN

Manuel Belgrano, una figura emblemática en la historia de América y en la lucha por la independencia latinoamericana, no sólo se destacó como político y militar, sino también como un intelectual de gran influencia para su época y las posteriores. Su pensamiento político y militar, así como su visión de la sociedad y la educación estuvieron, a no dudarlo, por sus propios escritos, profundamente influenciados por las lecturas que realizó a lo largo de su vida.

Por su educación esmerada, por partir a una Europa convulsionada, por su propia voluntad de conocimientos, tuvo acceso a una amplia gama de obras y autores que abarcaban desde textos políticos y filosóficos, hasta tratados militares y de historia. Es indudable, que las ideas ilustradas que conoció en sus viajes al exterior, modelaron profundamente sus ideas sobre la independencia y la organización política de su patria. Montesquieu y Rousseau, no le fueron desconocidos. Esa efervescencia intelectual, marcada por el surgimiento de las ideas ilustradas y la revolución Francesa, se vieron reflejadas en muchas de sus ideas que plasmó en cartas, artículos, que denotaban esas lecturas.

Autores como Voltaire y Locke, cuyas ideas fueron prominentes durante la Ilustración, ejercieron una influencia significativa en el pensamiento de Belgrano y en su visión de un gobierno basado en la razón y la libertad.

Podríamos aventurar una influencia de Pestalozzi en el Belgrano educador. La Educación, como motor del progreso social. Además, las recomendaciones de lectura de Belgrano reflejaban sus propias convicciones sobre la importancia de la educación, en la formación de ciudadanos virtuosos y patriotas.

Aunque no existe un registro exhaustivo de todos los autores que leyó Belgrano, se sabe que tuvo acceso a una amplia gama de escritores y obras relevantes para su época.

Filósofos de la Ilustración que promovían la razón, la libertad y la igualdad, fueron sin dudarlo, influencias decisivas en el pensamiento belgraniano.

Pensadores políticos que abogaban por diferentes formas de gobierno y sistemas políticos como John Locke y la separación de poderes, seguramente, formaron parte de sus reflexiones más profundas.

Estrategas militares como Carl Von Clausewitz y Nicolás Maquiavelo, habrán llegado a sus manos para mejorar su estrategia militar y habilidades tácticas.

Sin embrago, Belgrano nos transmitió muchas de sus ideas a través de escritos, cartas, que se ofrecieron a lo largo de años. Así, Memorias como Secretario del Consulado (1794-1810), que redactó anualmente y trataba temas como Agricultura, Industria, Comercio, Educación, Trabajo y Ciencia y Técnica, nos explican mucho de su legado. Estas memorias, son una fuente clave para conocer su pensamiento reformista e ilustrado.

Sus artículos en el Correo de Comercio (1810-1811), difundieron ideas revolucionarias y de desarrollo económico.
En sus correspondencias y documentos oficiales, nos transmiten gran valor histórico y político para el conocimiento de sus ideas.


DESARROLLO

Dilema si lo hay, el resolver si Manuel Belgrano en su estadía en Londres, escribió (en forma anónima), una introducción para la obra “La Venida del Mesías en Gloria y Majestad”, donde reflejaba sus pensamientos y creencias personales sobre la temática religiosa y escatológica tratada en la obra de Manuel Lacunza. Como se expresó anteriormente, fue escrita como introducción de autor anónimo, aunque podría reconocerse la autoría de Belgrano en varios elementos:

Estilo y lenguaje: La manera en que se expresaba, sus convicciones religiosas, su enfoque mora l y de justicia, son rasgos que podrían representar ideas propias de Belgrano.

Temas abordados: Los temas y las ideas discutidas en la introducción estaban en sintonía con las creencias y preocupaciones religiosas de Belgrano. Esto incluía el interés por la espiritualidad, el juicio final, la justicia divina y la moralidad, todos los cuales eran aspectos relevantes para su cosmovisión personal.



LA INFLUENCIA FRANCESA

EL CONTRATO SOCIAL Y JEAN JACQUES ROUSSEAU

Rousseau fue un crítico de las desigualdades sociales y abogó por la creación de un “contrato social”, que garantizara la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos. Su idea de la voluntad general, como expresión de la soberanía del pueblo, podría haber influido en la visión de Belgrano sobre la importancia de la participación popular en la toma de decisiones políticas y en su búsqueda de una sociedad más justa y equilibrada.

En el “Contrato social”, la noción de igualdad se discute en relación con el concepto de la voluntad general. Argumenta que todos los ciudadanos deben participar en la formación de la voluntad general y que deben ser tratados como iguales ante la ley.

También apoya la educación, para formar individuos virtuosos y ciudadanos responsables.


PARALELO ENTRE LAS IDEAS DE ROUSSEAU y BELGRANO

ROUSSEAU 
Contrato social
Igualdad 
Voluntad general 
Educación moral 

BELGRANO
Soberanía y autodeterminación
Igualdad y justicia
Participación ciudadana
Educación y progreso

CONFLUYEN EN
Igualdad
Educación
Participación ciudadana.


DESARROLLO DE LO ANTERIOR

A) 
ROUSSEAU:
Teoría del Contrato social: Es conocido por su concepto de contrato social, en que los individuos acuerdan formar una sociedad civil y un gobierno en beneficio mutuo para proteger sus derechos naturales.

BELGRANO
Soberanía y autodeterminación: Belgrano abogaba por la autodeterminación y la soberanía de los pueblos, especialmente en el contexto de la lucha por la independencia de América del Sur frente al dominio colonial 

“Nadie me separará de los principios que adopté cuando me decidí a buscar la libertad de la patria amada” (M. BELGRANO)


B)
ROUSSEAU:
Igualdad y libertad natural: Creía en la igualdad de todos los seres humanos en su estado natural y en la importancia de preservar esa igualdad en la sociedad civil. Consideraba que la desigualdad, surge de las instituciones sociales.

BELGRANO:
Igualdad y justicia: Al igual que Rousseau, buscaba la igualdad y la justicia para todos los habitantes de América del sur, y fue un defensor de los derechos de los pueblos indígenas.

“El hombre, por su naturaleza, aspira a lo mejor y, por consiguiente, desea tener comodidades y no se contenta sólo con comer”

“Parece que la injusticia tiene en nosotros más abrigo que la justicia. Pero yo me río, y sigo
mi camino” (M.BELGRANO)


C)
ROUSSEAU
Educación y desarrollo moral: Enfatizaba la importancia de una educación centrada en el desarrollo moral y emocional del individuo, en contraste con la educación formal tradicional.

BELGRANO
Educación y progreso: Consideraba la educación como un pilar fundamental para el progreso de una nación independiente. Promovió una educación popular, en igualdad, niñas y niños, como medio para mejorar el nivel social de los ciudadanos.

“La educación es el verdadero levantamiento de los pueblos; mientras no se forme la moral y las costumbres, es imposible que los hombres sean felices ni el estado libre”.


D)
ROUSSEAU
Voluntad general: Postulaba que la verdadera soberanía reside en la “voluntad general” de la comunidad, que busca el bien común. Esta idea influyó en la forma en que se concibió, la democracia participativa.

BELGRANO:
Participación ciudadana: Buscaba la participación activa de los ciudadanos en los asuntos públicos y la construcción de un sistema de gobierno con participación o aceptación del pueblo.

“Un pueblo culto, nunca podrá ser esclavizado” (M.BELGRANO)


En síntesis, tanto Rousseau como Belgrano propiciaron la igualdad y la justicia en la sociedad, aunque en contextos y niveles diferentes.

Ambos consideraban importante la educación como medio para mejorar la condición de las personas y la sociedad en su conjunto

Se preocupaban también, por la participación activa y la voz del pueblo en la toma de decisiones.

“Me glorío de no haber engañado jamás a ningún hombre y de haber precedido constantemente por el sendero de la razón y de la justicia, a pesar de haber conocido la ingratitud” (M.BELGRANO)


“EL ESPÍRITU DE LAS LEYES”-Charles de Secondat, Barón de MONTESQUIEU

La obra de este filósofo, jurista y político francés, publicada en 1748, tuvo una influencia significativa en el pensamiento político y jurídico de la época. Defendía la separación de poderes como un medio para evitar la concentración excesiva de poder en un solo individuo o grupo. La separación de poderes garantizaba el equilibrio y la limitación del poder estatal.


CUADRO COMPARATIVO

MONTESQUIEU 
Separación de poderes 
Protección de derechos individuales 

BELGRANO
Gobierno limitado.
Participación ciudadana
Protección de derechos naturales y ciudadanos.


CONCLUYEN

Protección de derechos individuales
Liberación del Poder extranjero
Equilibrio y contrapeso.


DESARROLLO

Poder y Gobierno limitados: Ambos trataron de evitar el abuso de poder. Belgrano en sus escritos y acciones, promovió la idea de un gobierno en que el poder estuviera sujeto a límites y control para proteger las libertades individuales (Monarquía Constitucional).

Participación ciudadana: Belgrano sostenía la importancia de la participación ciudadana en el gobierno y la toma de decisiones. Montesquieu, enfatizaba la necesidad de que los ciudadanos estuvieran activamente involucrados en la vida política para evitar la tiranía.

Liberación del poder extranjero: Belgrano estaba comprometido con la independencia de su patria de la dominación española, buscando establecer una nación autónoma Montesquieu abogaba por la independencia política de las naciones para evitar que una potencia extranjera ejerciera su poder.


Equilibrio y contrapeso: Montesquieu argumentaba que el poder debía estar distribuido entre diferentes ramas del gobierno, para evitar su concentración en una sola entidad. Belgrano, a través de sus acciones propendía, una defensa del equilibrio de poder para evitar la opresión y la dominación de una sola facción.

Protección de los derechos individuales: Montesquieu creía que la ley debía garantizar los derechos de los ciudadanos y prevenir los abusos de poder. Belgrano luchaba por la independencia y la justicia en su época y circunstancias históricas.

“¿Qué otra cosa son los individuos de un gobierno, que los agentes de negocios de la sociedad, para arreglarlos y dirigirlos de modo que conforme al interés público? (M. BELGRANO)

“Se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad” (M. BELGRANO)



LA INFLUENCIA ESPAÑOLA

La Escolástica española: Durante la época colonial, la filosofía predominante en España era la escolástica, que estaba fuertemente influenciada por la teología católica. Enfatizaba la fe religiosa y la autoridad de la iglesia en asuntos de fe y moral.

La Ilustración española: A pesar de la predominancia de la Escolástica, hubo algunos intelectuales españoles que abrazaron las ideas ilustradas europeas. Así figuras como Benito Jerónimo Feijoo, Gaspar Melchor de Jovellanos y Leandro Fernández de Moratín, promovían la razón, la ciencia y la reforma social, aunque dentro de un marco conservador y sujeto a la censura eclesiástica.


Algunas posibles influencias:

FRANCISCO DE VITORIA:
Teólogo y filósofo del Derecho español, conocido por sus contribuciones al derecho internacional y por sus ideas sobre la justicia y los derechos humanos. Es evidente que en su estancia en España, Belgrano conoció las ideas de los pensadores españoles y que Vitoria, pudo reforzar su defensa de los derechos de los pueblos indígenas y su crítica a los abusos coloniales y la igualdad de derechos para todos los ciudadanos.

BARTOLOMÉ de las CASAS
Fraile dominico español, que se destacó por u defensa de los derechos de los pueblos indígenas en América y por su lucha contra la explotación.

“Fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio son los tres importantes objetos que deben ocupar la razón.” (M.BELGRANO)

BENITO JERÓNIMO FEIJOO
Sus ideas influyeron en el pensamiento ilustrado en España y América. Promovió la difusión del conocimiento científico y la razón como medio para comprender el mundo y mejorar la sociedad.

Sostenía que la ignorancia y la superstición eran obstáculos para el progreso y reforzaba la importancia de la experiencia y la observación directa.

Belgrano en artículos de 1810, abogó por la educación pública y la difusión del conocimiento en la sociedad. Compartía con Feijoo, la importancia de la educación para el desarrollo de una sociedad más avanzada y justa. La creación de escuelas para la educación de todas las clases sociales, y en sus artículos reclamaba la necesidad de pensar críticamente y de desarrollar habilidades útiles para la vida práctica.

“Soy amante de que todas las ciencias se sepan por principios y nadie pueda tener conocimientos de aquéllas sin estar instruidos en éstos". (M. BELGRANO)

GASPAR MELCHOR de JOVELLANOS
Educación y conocimiento: tanto Jovellanos como Belgrano reconocieron la importancia de la educación y el conocimiento en el desarrollo de la sociedad. Jovellanos promovió reformas educativas en España para mejorar la educación pública y la formación de ciudadanos. Belgrano consideró a la educación, como una medio para elevar el nivel social y construir en esa base, una nación independiente.

Idea de progreso: Ambos compartían una creencia en el progreso y la mejora de la sociedad a través de la razón y el conocimiento.

Participación ciudadana: Tanto Jovellanos como Belgrano, sostenían una mayor participación ciudadana en los asuntos públicos.

Deseo de reforma: Ambos tenían la intención de cambiar las estructuras existentes, para lograr un futuro mejor.
Patriotismo y compromiso: Tanto Jovellanos como Belgrano, a través de acciones, escritos y ejemplos personales, demostraron un fuerte sentido de patriotismo con sus respectivas patrias.

“El bien público está en todos los instantes de mi vida” (M. BELGRANO)

LEANDRO FERNANDEZ DE MORATÍN
Ideas ilustradas: Tanto Moratín como Belgrano estaban influenciados por las ideas de la Ilustración. Ambos creían en la importancia de la educación para la formación de ciudadanos informados y conscientes de su importancia en el devenir diario.

Crítica social: Tanto Moratín como Belgrano realizaron críticas sociales en sus respectivas áreas de influencia. Belgrano, con su defensa de los derechos civiles buscaba reformar las estructuras sociales existentes. Autonomía y libertad: Ambos autores defendían la autonomía y la libertad individual.

Enfrentamiento con la tradición: Ambos, desafiaron la normas preestablecidas. Belgrano, desafió la autoridad colonial y promovió la ruptura con la Corona española en busca de una autonomía como Nación.

“Se deben poner escuelas gratuitas para las niñas… y principalmente inspirarles amor al trabajo.” (M. BELGRANO)

FRANCISCO DE GOYA
Crítica social y política: Tanto Goya como Belgrano mostraron preocupación por los problemas sociales y políticos de sus respectivas épocas.

Defensa de los derechos humanos: Ambos compartieron la preocupación por los derechos humanos y la dignidad. Identidad nacional y patriotismo: Ambos, estaban comprometidos con la construcción de una identidad nacional y el fomento del patriotismo en sus respectivas patrias.

“Ni la virtud ni los talentos tienen precio, ni pueden compensarse con dinero sin degradarlos”
(M. BELGRANO)

PEDRO RODRIGUEZ de CAMPOMANES
La relación con las ideas de Belgrano es profunda y estructural, especialmente en el ámbito económico, educativo y político. El prócer absorbió muchas de las propuestas reformistas de Campomanes durante su formación en España y las adaptó al contexto rioplatense, con una mirada americanista y emancipadora.

Campomanes hace llegar sus ideas de una educación práctica y primaria para campesinos y sus hijos. Desea, la capacitación general para artesano y labradores. Rechazaba el comercio especulativo y promovía la agricultura, la industria y el trabajo como pilares de la Economía.

Sus obras: Discurso sobre el Fomento de la Industria Popular;Discurso sobre la Educación Popular y Trata de la Regalía de Amortización, tuvieron alto impacto en la época.

“¿Qué otra cosa son los individuos de un gobierno, que los agentes de negocios de la sociedad, para arreglarlos y dirigirlos del modo que conforme el interés público?” (Manuel Belgrano)



LA INFLUENCIA INGLESA

TOMÁS MORO:
En su obra “UTOPÍA”, Moro describe una sociedad ideal en la isla ficticia de Utopía, donde se exploran conceptos como la igualdad, la justicia social y la propiedad común.

TOMAS MORO 
La Educación como derecho fundamental 
Crítica a la desigualdad social 
Participación ciudadana activa 
Visión utópica de una sociedad ideal 

MANUEL BELGRANO
Educación igualitaria y gratuita
Derecho fundamental.
Preocupación por la justicia y equidad.
Propuesta de un gobierno representativo.
Cambio optimista a través de la educación

.”El camino seguro de la libertad es la lucha por la libertad social”.(M.BELGRANO)

JOHN LOCKE
Sus ideas sobre la defensa de los derechos naturales del individuo, especialmente el derecho a la vida, la libertad y la propiedad, habrían resonado fuerte en el pensamiento belgraniano. La noción de que el gobierno legítimo debe derivarse del consentimiento y las limitaciones de los gobernados y que los individuos tienen derechos inalienables, pudo fortalecer la convicción de Belgrano en la necesidad de una participación ciudadana activa y en la defensa de los derechos individuales contra el autoritarismo.

“Método no desorden; disciplina, no caos; constancia, no improvisación; firmeza, no blandura; magnanimidad , no condescendencia” (M. BELGRANO)

“La vida es nada si la libertad se pierde” (M. BELGRANO)



LAS IDEAS DE BELGRANO SOBRE EDUCACIÓN:

Heinrich PESTALOZZI, fue un influyente pedagogo suizo, conocido sobre sus ideas sobre la educación y la pedagogía, con un enfoque en el desarrollo integral de los niños.

La educación centrada en el individuo: Ambos compartían la idea de la educación, no debería tener una estructura única, sino que debía adaptarse a las características y necesidades de cada estudiante.

H: PESTALLOZZI 
Educación centrada en el individuo 
Aprendizaje basado en la experiencia 
Formar individuos responsables
Desarrollar ciudadanos comprometidos con la sociedad. 

M. BELGRANO
Formación moral y ciudadana
Educación para una ciudadanía activa.
Desarrollar ciudadanos comprometidos con la nación y sus ciudadanos.

Formación moral y cívica: Pestalozzi enfatizaba la importancia de la educación moral en la formación de buenos ciudadanos. Belgrano, como líder político y militar, tenía un interés innegable en la construcción de una sociedad justa y ética. Ambos, creían que la educación era fundamental para moldear ciudadanos responsables y comprometidos con el bienestar general.

Aprendizaje a través de la experiencia: para ambos, la teoría y la práctica debían ir de la mano en la educación de niños y jóvenes.

Visión humanista de La educación: Ambos coincidieron a través de sus ideas, en que la educación no sólo se trataba de transmitir conocimientos, sino también de cultivar la personalidad y los valores de las personas.


“Fundar escuelas es sembrar en el alma” (M.BELGRANO)
“La enseñanza es la primera obligación para prevenir la miseria y la ociosidad”. (M. BELGRANO)



LA INFLUENCIA ESTADOUNIDENSE

La traducción que Manuel Belgrano hizo del “Discurso de despedida de George Washington”, no sólo representó un gesto intelectual, sino también político y pedagógico.

El primer contacto de Belgrano con el texto fue en 1805, gracias al comerciante estadounidense David Curtis De Forest, quien le obsequió un ejemplar del discurso.

En medio de las campañas militares, Belgrano trabajó en la traducción con ayuda del médico y amigo, Joseph Redhead. La versión final fue enviada desde Alurralde, el 2 de febrero de 1813, días antes de la batalla de Salta.

Se imprimió en la Imprenta de los Niños Expósitos en Buenos Aires.

En ese discurso Washigton menciona la Constitución Norteamericana y defiende sus principios

Separación de poderes (advierte contra “pequeñas mutaciones” que debilitan el sistema constitucional); alternancia en el poder (su renuncia a un tercer mandato fue vista por Belgrano, como un ejemplo de virtud republicana) y un gobierno fuerte pero limitado (Subraya que el gobierno debe tener todo el rigor compatible con la perfecta seguridad y libertad)

Belgrano no sólo lo tradujo, sino que también lo interpretó y adaptó a la realidad sudamericana.

“Ninguna cosa tiene valor real, ni efectivo en í mismo, sólo tiene el que nosotros le queremos dar; y éste se liga precisamente a la necesidad que tengamos en ella; a los medios de satisfacer esta inclinación; a los deseos de logarla y a su escasez y abundancia” (M. BELGRANO)

“No es lo mismo vestir el uniforme militar, que serlo” (M.BELGRANO)


SOBRE EL “INDEX LIBRORUM PROHIBITORUM”

Manuel Belgrano, estudiante de la Universidad de Salamanca, solicitó permiso al Papa Pío VI en 1790 para tener acceso y lectura de los libros considerados “prohibidos”, por la Iglesia Católica, incluidos en el “INDEX LIBRORUM PROHIBITORUM”. Considero que en un afán de perfeccionar su formación intelectual y sus conocimientos.

“Beatìsimo Padre: Yo, Manuel Belgrano, humilde postulante, a Vuestra santidad expone que él mismo, después de haber estudiado la carrera de letras, se dedicó al Derecho Civil, siendo al presente Presidente de la Academia de Derecho Romano, Práctica Forense y Economía Política en la Real universidad de Salamanca. Por lo cual, para tranquilidad de su conciencia y aumento de la erudición, a Vuestra Señoría suplica le conceda permiso para leer y retener libros prohibidos en la regla más amplia”.

El Papa le concede la autorización solicitada .Le permitió leer y conservar libros prohibidos, incluso de aquellos autores considerados heréticos, con la condición de que no se divulgaran.

Se excluyeron los textos astrológicos, supersticiosos y los obscenos.

La solicitud de Belgrano muestra su interés por acceder a ideas modernas y su deseo de formarse más allá de los límites impuestos por la ortodoxia religiosa.

“El miedo sólo sirve para perderlo todo”. (M. BELGRANO)

“Amo más que ninguno la tranquilidad, pero si la patria no la disfruta, mal la puedo disfrutar yo”.
(M.BELGRANO).

Entre los autores prohibidos figuraban: Descartes, Spinoza, Hume, Montesquieu, Rousseau, Erasmo,
entre otros.



EPÍLOGO

Al llegar al final de este recorrido por las lecturas que moldearon el pensamiento de Manuel Belgrano, queda claro que su formación intelectual fue mucho más que una suma de influencias contemporáneas. Fue un cruce vibrante entre tiempos, valores y aspiraciones, que, aunque en algunos casos no coincidieron cronológicamente con su vida, resonaron profundamente en su conciencia patriótica y en su visión sobre el papel del individuo frente al destino colectivo.

Belgrano no leyó para informarse, leyó para transformarse. En los tratados económicos, los textos políticos y los ensayos filosóficos, encontró interlocutores invisibles que hablaron desde otras épocas. Ideas que nacieron en contextos distintos, como Montesquieu y Rousseau, Washigton o incluso algunos pensadores eclesiásticos medievales, se insertaron en el diálogo interno de un hombre decidido a pensar la América, desde una raíz nueva.

Al finalizar su traducción del discurso de despedida de George Washigton, Belgrano no simplemente llevó al español un documento fundacional; tradujo también una ética republicana, un ideario de virtud cívica y responsabilidad moral frente al poder. Cuando se enfrentó a la censura de los libros por parte de la Iglesia y le escribió al Papa sobre el “Index LibrorumProhibitorum”, no estaba actuando sólo como abogado o funcionario, sino como lector consciente del derecho universal al pensamiento libre.

Este crisol de lecturas y reflexiones revela que Belgrano tuvo una biblioteca, que no respetaba fronteras temporales. Su pensamiento se nutrió de aquello que le parecía justo, necesario y profundamente humano, sin importar si el autor había muerto décadas o siglos antes. La idea del monarca constitucional, su defensa de la educación femenina, su obsesión por la moral como principio rector de un buen gobierno, todo esto, encuentra su base en un tapiz de lecturas que lo convirtió en uno de los pensadores más amplios de su época.

Desde esta mirada, la investigación que no agota el tema sino que lo presenta, no sólo rescata los títulos que pasaron por sus manos, sino también las tensiones entre tradición y ruptura que lo llevaron a convertirse en un prócer singular. En Belgrano vive el lector inquieto, el intelectual comprometido y el visionario que supo entrelazar pasado y futuro con una claridad que hoy nos interpela. Sus libros no sólo fueron objetos, fueron caminos hacia la emancipación del espíritu y los pueblos.

Belgrano no leyó para obedecer, sino para crear y nos invita de esta manera a seguir leyendo como él, sin miedo a la disonancia, sin sumisión al tiempo, y con la profunda convicción de que las ideas, aunque nacidas lejos, pueden transformar la historia, cuando se encuentran almas que las abracen con pasión y coherencia.

Las ideas que cruzaron el Atlántico en papel, él las convirtió en actos que cruzaron la historia. Así, no fue sólo la espada la que lo hizo prócer, sino la convicción de que el saber debía emancipar tanto como la lucha.

Belgrano entendió que la libertad no se decreta; se educa, se trabaja, se honra. Su pensamiento, aún nos interpela.

Si sus ideas siguen latiendo, es porque aún no hemos cumplido con todo lo que soñó. Se lo debemos.-





BIBLIOGRAFÍA DE CONSULTA

SOBRE MANUEL BELGRANO.

ARCE; Ismael. MANUEL BELGRANO, EL BUEN HIJO DE LA PATRIA. Edit. El Emporio, Bs As, 2024
BELGRANO, Manuel, BARTOLOMÉ, Gerardo. AUTOBIOGRAFÍA DE MANUEL BELGRANO. Edic
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BORDA; Julio C. AQUEL GRAN HÉROE. Edit. Armerías, Bs As, 2020
GAGLIANO, Rafael. ESCRITOS SOBRE EDUCACIÓN DE MANUEL BELGRANO: SELECCIÓN DE TEXTOS.
Edit. Universitaria UNIPE, Bs As, 2011.
GIMENEZ; Ovidio. VIDA, ÉPOCA Y OBRA DE MANUEL BELGRANO. 3º entrega. Buyatti Edit., Bs As,
2023
LUNA, Félix. MANUEL BELGRANO. Edit. La Nación, Bs As, 2011
MITRE, Bartolomé. HISTORIA DE BELGRANO. Edit. El Ateneo, Bs As, 2014
Artículos varios en diario y revistas, secciones históricas.

SOBRE OTROS AUTORES
FEIJOO, Benito Jerónimo. ENSAYOS. Edit. Universidad Nacional de La Plata, 1964.
GOYA, Francisco de. IVO ANDIC. Edit. Acantilado, Madrid, 2014
JOVELLANOS; Gaspar de. ELOGIO DE LAS BELLAS ARTES. Edit. Casimiro, Bs As, 2020.
MORATÍN; Fernández de. EL SÍ DE LAS NIÑAS. Edit. Nogal, Madrid, 2016.
MORO, Tomás. UTOPÍA. Edit. Losada, Bs As, 2003.
PESTALOZZI, H. CÓMO EDUCA GERTRUDIS A SUS HIJOS. Edit. Mackern, Bs As, 1920
ROUSSEAU, Jean. EL CONTRATO SOCIAL. Edit. Libertador, Bs As, 2015.
SECONDAT, Charles, LOUIS de, Barón de Montesquieu. EL ESPÍRITU DE LAS LEYES. Edit. Libertador,
Bs As, 2014
WASHINGTON, GEORGE. DISCURSO DE DESPEDIDA. Servicio Cultural e informativo de los Estados
unidos de América.


NOTA: La presente investigación no agota ni mucho menos el tema, se lo deja planteado para su continuidad.

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