Belgrano y el arte militar: de los
libros al campo de batalla
La historia suele esconder paradojas
que parecen imposibles de explicar. Una de ellas es la de Manuel Belgrano.
Nacido para las leyes y las letras, formado en las universidades de Salamanca,
Oviedo y Valladolid, respiró el aire de la Ilustración europea, se apasionó
por la economía política, el derecho y la educación, y parecía destinado a los
debates académicos y a las reformas civiles. Nadie hubiera imaginado que aquel
joven ilustrado, de voz serena y modales suaves, terminaría al frente de
ejércitos mal armados, enfrentando a generales curtidos en las guerras
napoleónicas.
Y sin embargo, el destino lo arrojó al
barro de la guerra. Con soldados improvisados, con caballos flacos y fusiles
viejos, ese abogado de escritorio se transformó en un conductor militar capaz
de idear maniobras de manual. No fue un improvisado que jugó a la guerra: fue
un general que, sin academias ni reglamentos, supo organizar operaciones que
todavía hoy sorprenden por su audacia.
¿Cómo se entiende esta metamorfosis?
¿De dónde le vino la claridad para ordenar un éxodo general, para escoger con
maestría el terreno, para concentrar fuerzas en el momento justo, para combinar
infantería y caballería con la precisión de un veterano?
La respuesta no está en los cuarteles,
ni en los patios de armas, ni en los manuales de reglamento. Está en un terreno
más silencioso y menospreciado: los libros. Belgrano convirtió la lectura en
pólvora, y la reflexión en maniobra. Allí, entre páginas de historia, de
filosofía, de teatro y de poesía, encontró a los conductores invisibles que lo
guiaron: estrategas de Oriente y de Occidente, guerreros de la Antigüedad y
autores del Siglo de Oro español, que le prestaron sus voces y su sabiduría para
enfrentar batallas que parecían perdidas de antemano.
Calderón y la milicia como religión
El universo de Manuel Belgrano no se
explica solo por sus estudios en Salamanca, Oviedo y Valladolid. También se
nutre de lo doméstico, de lo íntimo. Su hermano Mariano Belgrano estaba
casado en España con una mujer que, si bien no descendía directamente de Calderón
de la Barca, provenía de una familia vinculada a ese ámbito cultural.
Manuel vivió en esa casa, y no hay duda de que allí tuvo acceso a la obra del
dramaturgo más grande del Siglo de Oro.
En su drama Para vencer amor,
querer vencerle, Calderón escribió una oración memorable: “La milicia es
una religión de hombres honrados.” Para un joven ilustrado que buscaba
darle sentido ético a la vida pública, aquella sentencia debió caer como un
rayo. Belgrano encontró allí una definición que lo acompañaría toda la vida.
Para él, la guerra no era una
carnicería de mercenarios, sino un sacrificio de ciudadanos que entregaban su
vida por un ideal. El ejército, bajo su mando, no era una horda de conscriptos:
era un cuerpo de hombres dignos, casi monjes de la patria, donde el honor valía
más que la paga. Esa convicción lo llevó a ser severo y paternal a la vez,
cercano al soldado raso y distante de la ambición personal.
En una de sus proclamas más célebres,
Belgrano escribía: “Mis soldados no son esclavos, son ciudadanos que han
tomado las armas para defender la patria.” Aquí se respira el eco de
Calderón: la milicia no como oficio, sino como fe.
Y esa misma concepción la compartía José
de San Martín, que con idéntico espíritu sentenció: “La patria no hace
al soldado para que la deshonre con sus crímenes, sino para que la defienda con
su vida.” Dos voces distintas, dos trayectorias paralelas, un mismo credo:
el ejército debía ser el altar de la patria, no el verdugo del pueblo.
El principio de concentración de
fuerzas
En la batalla de Tucumán, Belgrano
dejó claro algo que los manuales modernos suelen atribuir a Napoleón: el
principio de concentración de fuerzas. El corso lo aplicó con maestría en la Campaña
de Italia (1796-1797), donde, con ejércitos más pequeños, golpeó a sus
enemigos concentrando todo su poder en un punto decisivo. La diferencia es que
Napoleón lo aprendió en las academias militares de Europa; Belgrano, en cambio,
lo dedujo de su cultura, de sus lecturas y de su intuición.
La situación era desesperada. Las
Provincias Unidas le habían ordenado retirarse hasta Córdoba, cediendo el Norte
al enemigo. Belgrano, con el temple de quien sabe que la retirada era la muerte
lenta de la revolución, desobedeció. Apostó todo en Tucumán, y en lugar de
dispersar a sus hombres en defensas aisladas, los reunió en un solo punto,
decidido a golpear con todo lo que tenía.
Era la misma lógica que Aníbal había
aplicado en Cannae (216 a.C.): los romanos eran más numerosos, pero el
cartaginés concentró su fuerza en el momento preciso, encerró a la legión en un
abrazo letal y la aniquiló. Belgrano, con tropas mal vestidas, apenas
entrenadas, sin artillería suficiente, imitó aquella enseñanza de la
Antigüedad: no se trata de cuántos hombres tengas, sino de dónde y cómo los
usas.
Incluso el general chino Sun Tzu,
en El arte de la guerra, había escrito siglos antes que la clave
estaba en dispersar al enemigo y concentrar la fuerza propia en el punto
decisivo. No hay pruebas de que Belgrano lo conociera, pero resulta llamativa
la coincidencia: la sabiduría milenaria y la intuición americana llegaban a la
misma conclusión.
En Tucumán lanzó el golpe al centro de
las fuerzas realistas. No fue un choque elegante ni una maniobra de desfile:
fue una arremetida brutal, donde la mezcla de gauchos, campesinos y milicianos
quebró la disciplina de soldados veteranos. La ciudad entera se convirtió en
campo de batalla. Mujeres desde las terrazas arrojaban piedras, agua hirviendo,
cuanto tenían a mano.
Belgrano lo resumió con humildad en
una carta al gobierno: “Todo se lo debemos al entusiasmo del pueblo y al ardor
de nuestras tropas.” Esa frase, casi inocente, revela algo mayor: la
concentración de fuerzas no fue solo militar, sino moral y espiritual. Reunió
en un mismo punto la energía de un pueblo que no estaba dispuesto a entregar su
tierra.
Ese día, en Tucumán, un abogado
ilustrado derrotó a generales formados en la tradición napoleónica. Y lo hizo
aplicando, con intuición o por coincidencia con las máximas de la Antigüedad,
de Oriente y de la Europa moderna, la misma receta que había servido a Napoleón
en Italia, a Aníbal para humillar a Roma y a Sun Tzu para iluminar a la China
milenaria: concentrar la fuerza en el lugar donde más duele.
Belgrano y Julio César: la política
como fruto de la guerra
De Julio César, Belgrano tomó más que
lecciones militares: entendió que la guerra era también política en acción. El
romano escribía sus Comentarios no solo para narrar campañas, sino para
gobernar desde el campo de batalla: cada puente sobre el Rin, cada victoria en
la Galia, era un mensaje directo al Senado y al pueblo de Roma.
Belgrano actuó de manera similar en el
Río de la Plata. Después de Tucumán y Salta no se limitó a contar bajas o
trofeos: organizó procesiones, juramentos de bandera y actos cívicos.
Transformó la victoria en símbolo, en pedagogía y en política. La batalla no
terminaba en el campo, sino que continuaba en el corazón del pueblo.
Incluso en la derrota supo convertir
el revés en discurso. En Vilcapugio y Ayohuma exaltó la valentía de sus
soldados, reforzando la idea de que la causa seguía viva. Como César,
comprendía que la narrativa era inseparable de la acción militar: triunfos y
fracasos podían convertirse en capital político.
Aquí aparece el contraste con Clausewitz.
El prusiano escribió que “la guerra es la continuación de la política por otros
medios.” En cambio, tanto en César como en Belgrano, se percibe lo inverso: es
la guerra la que hace posible la política, porque sin batallas no hay
símbolos, sin sacrificio no hay patria que organizar.
Belgrano no fue solo un general de
maniobras: fue un constructor político desde la guerra misma. Cada proclama,
cada bandera y cada ceremonia fueron parte de un mismo proyecto: demostrar que
la sangre derramada en el campo de batalla era el cimiento sobre el cual se
erigiría la Nación.
Movilidad y rapidez: la herencia de
Alejandro
En la guerra no siempre gana el que
tiene más hombres, sino el que sabe moverse como un relámpago. Alejandro
Magno lo entendió mejor que nadie: en el Gránico, en Issos,
en Gaugamela, derrotó a ejércitos que lo duplicaban en número porque
jamás permitió que el enemigo fijara el ritmo. Se movía rápido, golpeaba donde
menos se esperaba, desarmaba la seguridad del contrario y lo obligaba a
improvisar. La movilidad era su verdadero ejército invisible.
Belgrano, dos mil años después,
comprendió lo mismo en las montañas y llanuras del Alto Perú. Con tropas
mal armadas, escasas municiones y uniformes desiguales, solo le quedaba la
velocidad y la astucia. Hizo de la movilidad su escudo y su lanza. Forzó
marchas de día y de noche, sorprendió al enemigo en lugares donde nadie lo
esperaba, convirtió quebradas y pampas en trampas vivientes.
Sus soldados no eran bloques rígidos
ni piezas de plomo: eran un organismo vivo, capaz de retirarse como sombra y
regresar como tormenta. En esto, Belgrano se parece más a Alejandro que a
cualquier general europeo de su tiempo. Mientras los realistas esperaban un
combate de reglamento, él jugaba con la dinámica de un combate popular, rápido,
de golpes y repliegues, donde la geografía se volvía cómplice.
La movilidad de Belgrano no fue solo
militar, sino también política y psicológica. Cuando ordenó el Éxodo
Jujeño, no solo movió un ejército: desplazó a todo un pueblo, transformando
a mujeres, ancianos y niños en parte de la maniobra. Esa imagen —una sociedad
entera marchando, incendiando sus propias casas, llevándose lo imprescindible—
es quizá el mayor acto de movilidad estratégica de nuestra historia.
Los realistas avanzaban confiados,
creyendo que encontrarían abundancia; en cambio, hallaron desolación, campos
quemados, pueblos vacíos. Belgrano había hecho lo mismo que los persas contra
Alejandro: convertir la tierra en un desierto hostil. Pero lo que en Asia fue
táctica de imperio, en el Río de la Plata se transformó en sacrificio colectivo
por la libertad.
Incluso en la derrota mantuvo esa
lógica. Tras Vilcapugio (1813) y Ayohuma (1813), donde el
ejército patriota fue vencido por la superioridad numérica y técnica del enemigo,
Belgrano no se desmoronó. Reagrupó a sus hombres, reorganizó la retirada y
evitó que el desastre se convirtiera en aniquilación. Esa capacidad de
recomponer fuerzas en plena adversidad recuerda a Napoleón Bonaparte,
maestro en los desplazamientos rápidos: marchaba con velocidad fulminante,
concentraba fuerzas en un punto inesperado y golpeaba donde el enemigo era más
débil.
Belgrano, en escala americana, hizo lo
mismo. No podía vencer siempre, pero sus movimientos —su capacidad de
reagruparse, de trasladar ejércitos exhaustos y devolverles cohesión— muestran
que compartía con Napoleón la convicción de que la movilidad es la esencia
de la victoria.
Alejandro movió imperios antiguos,
derribando a Persia y fundando ciudades que llevaban su nombre. Napoleón movió
imperios modernos, redibujando el mapa de Europa con la velocidad de sus
ejércitos. Y Belgrano, sin ejércitos profesionales ni recursos, movió algo más
frágil y poderoso a la vez: un país que todavía estaba en pañales, una nación
en ciernes que solo existía en la voluntad de su gente.
El plan de tierra arrasada: de Persia
a Jujuy
El Éxodo Jujeño no fue
solamente una marcha desesperada: fue una operación estratégica deliberada,
escalofriantemente eficaz en su lógica y terrible en su coste humano. Belgrano
convirtió a todo un pueblo en ejército móvil: hombres, mujeres, viejos y niños,
hacienda, sementeras, carros, y lo más esencial —la voluntad de resistir— se
pusieron en movimiento bajo una orden que sonaba a sentencia. La logística
detrás de esa orden exige la admiración del historiador: rutas planificadas,
tiempos de marcha, puntos de reunión, custodias para las caravanas y patrullas
para retardar al enemigo. No fue improvisación: fue cálculo.
La táctica es simple y brutal a la
vez: si el enemigo espera alimento y abrigo en la retaguardia, aliméntalo de
humo y ceniza. Si crees que no puedes vencerlo en el combate abierto, priva a
sus hombres de lo que necesitan para sostenerse. Belgrano lo ordenó con la
claridad de quien sabe que el sacrificio presente puede salvar el porvenir: “Ni
un solo fruto, ni un grano de trigo debe quedar a los enemigos: se ha de
abandonar todo y quemar cuanto no se pueda llevar.” Esa frase, seca,
contiene todo el drama de una decisión histórica.
El paralelo con la resistencia persa
frente a Alejandro es directo. Cuando el invasor macedonio avanzó, Darío y sus
generales optaron, en varios puntos, por no ofrecer al enemigo la mesa servida:
quemaron, retiraron ganados, arrasaron aldeas. El resultado buscado era doble:
atraer al invasor a marchas más largas, agotar su logística y reducir su
cohesión moral. En el Río de la Plata, Belgrano aplicó la misma regla pero con
un propósito distinto: no frenar a un conquistador que venía a saquear un
imperio, sino impedir que un ejército realista con mejor material y
organización encontrara el sustento para continuar la campaña.
La lógica de Belgrano dialoga con la
sentencia de Napoleón Bonaparte: “Los ejércitos caminan sobre sus
estómagos.” Belgrano lo entendió instintivamente. Si se priva al enemigo de
alimento, se lo priva también de la voluntad de combatir. La estrategia no
golpea primero con balas, sino con hambre.
Las consecuencias tácticas fueron
concretas. El ejército realista, que avanzaba pensando encontrar víveres y
reposo, halló despoblación y desolación. Sus columnas se estiraron, la
comunicación se complicó, la moral decayó. Todo eso jugó a favor del bando
patriota en Tucumán: un ejército hambriento no pelea con la misma virulencia,
los oficiales pierden margen de maniobra, y la logística se transforma en
prueba de resistencia. Belgrano, entonces, no solo usó la tierra como campo de
batalla: la usó como una trampa logística.
Pero no hay victoria sin costo. El
plan de Belgrano significó sufrimiento inmediato: familias que perdieron techos
y granos, ganados sacrificados, años de siembra destruidos. Es la otra cara de
la estrategia: la brutal honestidad de la guerra cuando el precio se pide por
anticipado a los mismos compatriotas que se quiere salvar. Esa tensión moral
forma parte inseparable de la grandeza y la tragedia de la decisión.
La historia también muestra la
inteligencia del tiempo. La tierra arrasada sólo funciona si se
sincroniza con la movilidad y la concentración de fuerzas. Si quemás las
cosechas y luego te exponés sin reunir tus efectivos, te conviertes en mártir
inútil. Belgrano —otra vez— demostró sentido del tiempo militar: la negación de
recursos fue seguida por la concentración de fuerzas en Tucumán y por el golpe
en el centro enemigo. La coordinación convirtió la devastación en ventaja
estratégica, no en sacrificio vacuo.
Finalmente, el paralelo histórico se
completa con la diversidad de escalas: los persas aplicaron la táctica para
defender un imperio; Belgrano la aplicó para forjar una República. En Persia la
maniobra es reacción imperial; en Jujuy es una apuesta por la vida común de una
nación en gestación. En ambos casos, sin embargo, el corazón de la idea es el
mismo: la guerra no es sólo choque de armas; es administración de recursos y, a
veces, renuncia calculada.
Así, la Puna y las llanuras argentinas
replicaron con dolor las llanuras asiáticas. Dos mil años y un océano después,
una táctica que había servido para frenar a Alejandro fue reciclada por un
abogado-estratega rioplatense para impedir que la restauración real encontrara
alimento. Fue, en definitiva, la demostración de que la historia guarda repertorios
que, bien entendidos, pueden servir a causas muy distintas.
El “pez en el agua” antes de Mao
Cuando Mao Tse-Tung escribió en 1937
que “el pueblo es al guerrillero lo que el agua al pez”, no estaba inaugurando
un principio nuevo, sino dándole forma literaria a una experiencia que la
humanidad conocía desde hacía siglos. La fuerza de un ejército irregular nunca
estuvo en sus armas ni en su número, sino en la capacidad de confundirse con su
gente, de respirar en ella, de vivir de sus recursos y de reflejar sus
esperanzas.
En la Hispania antigua, el caudillo
Viriato sostuvo durante años una guerra desigual contra Roma. Sus victorias no
se explicaban por la fuerza de sus tropas, sino porque las aldeas lusitanas le
ofrecían alimento, escondite e información. Su ejército era, en realidad, la
prolongación de su pueblo. Un siglo más tarde, Sertorio, romano rebelde,
comprendió lo mismo: aprendió la lengua ibérica, respetó sus costumbres y se
convirtió en uno más de la comunidad. Fue esa fusión lo que le permitió
resistir contra la maquinaria romana mucho más allá de lo imaginable.
En el siglo XVII, en la India, Shivaji
fundó el poder de los marathas sobre la misma lógica. Sus aldeas eran
fortalezas invisibles: de ellas salían guías, caballos, granos y mensajeros.
Las poblaciones no eran espectadores de la guerra, eran parte de ella. El
Imperio Mogol, superior en hombres y recursos, se vio obligado a enfrentarse no
solo a ejércitos, sino a una sociedad entera que lo desgastaba en cada paso.
En los Andes, la rebelión de Túpac
Amaru II (1780–1781) encendió la misma chispa. Cada ayllu indígena se convirtió
en santuario y almacén: aportaba maíz, llamas y chasquis para sostener la
insurrección. Los españoles podían aplastar un campamento, pero no podían
sofocar una red social que multiplicaba al rebelde en cada comunidad.
Incluso en la misma época de Belgrano,
las guerrillas españolas contra Napoleón hicieron visible esta verdad: el
invasor francés podía ocupar ciudades, pero jamás lograba controlar el campo.
Curas, molineros y campesinos se convertían en espías, combatientes o
abastecedores. Cada pueblo hostil era un pantano donde el ejército más poderoso
de Europa se hundía día tras día.
Todos estos casos muestran la misma
regla: un ejército irregular solo sobrevive cuando se convierte en parte
inseparable del pueblo. Eso es el “pez en el agua”. Y también es lo que Mao
aclaró que no significa: no se trata de usar a los civiles como escudo ni de
abusar de ellos, porque un pez no puede vivir si envenena el agua que lo rodea.
La guerrilla no puede imponerse al pueblo, debe fundirse con él hasta que no
haya diferencia posible.
Belgrano, más de un siglo antes de
Mao, lo comprendió con claridad instintiva. El Éxodo Jujeño de 1812 fue su obra
maestra en este sentido. No movió solo soldados, movió a todo un pueblo.
Mujeres, ancianos y niños abandonaron sus casas y marcharon junto al ejército,
quemando cosechas y privando al enemigo de alimento y reposo. Esa masa en
movimiento no era un ejército que se refugiaba en su pueblo: era un pueblo
convertido en ejército.
En Tucumán, la ciudad entera se volvió
trinchera. Los soldados peleaban en las calles, mientras los vecinos arrojaban
agua hirviendo y piedras desde las terrazas, fabricaban pólvora y escondían
municiones. La victoria no fue exclusiva de los uniformados: fue la obra
colectiva de una comunidad que se confundió con sus tropas. En Salta, lo mismo:
campesinos y estancieros ofrecieron caballos, comida, refugios y guías.
Belgrano lo resumió en una frase austera que encierra toda su grandeza: “Todo
se lo debemos al entusiasmo del pueblo y al ardor de nuestras tropas.”
Luego, Martín Miguel de Güemes llevó
este principio a su máxima expresión. Sus gauchos eran inseparables del
paisanaje que los protegía: campesinos de día, combatientes de noche. Los
realistas nunca supieron dónde terminaba el vecino y dónde empezaba el soldado.
El pez y el agua eran uno solo.
Así, mucho antes de que Mao lo
formulara, Belgrano y los hombres del Norte lo habían practicado. No podían
sostener ejércitos profesionales ni contar con mariscales de hierro; lo que
tenían era algo más poderoso: un pueblo entero dispuesto a confundirse con sus
soldados. Esa fue la clave de Tucumán, de Salta y del Éxodo: que la milicia no
se distinguiera de la sociedad, sino que fuera la sociedad misma en armas.
La combinación de infantería y
caballería: la dinámica del combate
Belgrano sabía que una batalla no era
un choque de piedras, sino una danza de metales. La infantería era el muro, la
resistencia, el escudo que fijaba al enemigo en un punto. Pero la caballería,
ágil y feroz, era el brazo que decidía la suerte del día. Si la infantería
aguantaba, la caballería podía clavar la daga en el corazón del adversario.
Esa idea no era nueva: Alejandro
Magno había demostrado, en sus campañas contra persas y griegos, que la
clave estaba en la combinación. Su infantería macedonia, con la falange de
sarisas, fijaba al enemigo en el frente, y él mismo, al mando directo de la
caballería de compañeros, la hetairía, lanzaba la carga decisiva, rompiendo
la línea enemiga con la violencia de un rayo. No delegaba ese instante: lo
comandaba en persona, como en Gaugamela (331 a.C.), cuando atravesó el centro
persa y obligó a Darío a huir del campo de batalla.
Siglos después, Julio César
repetiría la lección en Alesia (52 a.C.), cuando sus jinetes germanos cerraron
el cerco sobre Vercingétorix y le impidieron escapar. Y Aníbal, en
Cannae (216 a.C.), dio la cátedra maestra: mientras su infantería cartaginesa
contenía a las legiones, la caballería númida desbordaba por los flancos hasta
envolver a Roma en un abrazo mortal.
Belgrano, lector apasionado y
observador astuto, comprendió que esas páginas no eran letras muertas, sino
recetas para el presente. En la batalla de Salta (20 de febrero de 1813),
puso en práctica esa coreografía. Primero fue la infantería la que sostuvo el
choque, absorbiendo la presión realista, resistiendo en posiciones claves. Y en
el momento exacto, cuando el enemigo ya se sentía dueño del campo, lanzó a su
caballería. No eran jinetes uniformados ni tropas brillantes: eran gauchos de
lanza larga, montados en caballos criollos, con más coraje que adiestramiento.
Pero esa irrupción desbordó el orden realista y lo quebró como vidrio contra
piedra.
Después de la victoria, Belgrano lo
explicó con la frialdad de un parte oficial: “El enemigo, desconcertado por la
acción de nuestra caballería, no tuvo otro remedio que rendirse.” Detrás de esa
frase austera late una verdad profunda: el arte de mover las piezas como en un
tablero de ajedrez vivo, esperar el instante, sostener el centro con infantería
y clavar la estocada con la caballería.
Salta fue, en ese sentido, una clase
magistral. Mientras los generales europeos se enredaban en manuales, Belgrano,
con tropas mal armadas y descalzas, aplicaba la misma dinámica que había hecho
grandes a Alejandro, a César y a Aníbal. La guerra, entendida como danza de
armas, le devolvía a la patria un triunfo que sería celebrado en todos los
rincones del Río de la Plata.
El arte de elegir el terreno: la
batalla antes de la batalla
Un buen general sabe que muchas veces
la guerra se gana antes de disparar el primer tiro. La elección del terreno es
la jugada de ajedrez que define la partida antes de mover las piezas. Belgrano
lo entendió con la claridad de los maestros antiguos: el suelo no es un
escenario pasivo, es un combatiente más que puede estar a favor o en contra.
Sun Tzu había escrito siglos antes en El
arte de la guerra: “Conoce el terreno, conoce el clima, y saldrás
victorioso en cada batalla.” También advertía: “Quien ocupa primero el
campo de batalla y espera al enemigo, está en posición ventajosa; quien llega
después y entra en combate de inmediato, estará exhausto.” Y resumía con
imágenes potentes: la disposición del ejército debía ser como el agua, que
busca siempre el terreno más favorable.
No hay pruebas de que Belgrano haya
leído a Sun Tzu —las traducciones de la obra eran escasas en la Europa de su
tiempo—, pero sus decisiones en Tucumán y Salta parecen un eco intuitivo de
esas máximas. Llegó por necesidad, experiencia y lucidez a las mismas
conclusiones: que la geografía, la luz y hasta el pueblo podían convertirse en
soldados invisibles.
En Tucumán, no esperó al
enemigo en campo abierto, donde la superioridad realista podía aplastarlo.
Eligió la ciudad, sus calles, sus huertas, sus vecinos. Transformó un espacio
civil en trinchera, en laberinto, en emboscada. Y lo hizo con algo más que
intuición: supo combinar la acción de las unidades militares con la resistencia
espontánea del pueblo. La infantería ocupaba posiciones estratégicas, la
caballería se movía en los alrededores, y mientras tanto los vecinos hostigaban
desde techos y tapias, cerrando caminos, confundiendo al enemigo. El resultado
fue una coreografía de acero y pueblo.
La escena recuerda inevitablemente a
las Invasiones Inglesas en Buenos Aires (1806-1807). Allí también se dio la
alianza entre milicianos y ciudadanos: las tropas regulares fijaban al invasor,
mientras los vecinos convertían cada esquina en trampa y cada azotea en
fortaleza. Los británicos descubrieron que conquistar un territorio abierto era
posible, pero conquistar una ciudad viva, donde ejército y población combatían
como un solo cuerpo, era casi imposible. Belgrano, testigo de aquella
experiencia, supo años después replicar la lección en Tucumán: no había que
dividir al pueblo en “combatientes” y “civiles”, porque la independencia
necesitaba a todos.
En Salta, volvió a jugar con el
terreno. Colocó a sus tropas en altura, obligando a los realistas a avanzar
cuesta arriba, con el sol en contra y la artillería patriota en posiciones
dominantes. Allí ya no había ciudad, pero sí la misma idea: el campo de batalla
no es neutro, y un pueblo que pelea junto a sus soldados convierte cualquier
geografía en un bastión. Era la confirmación práctica de aquella sentencia de
Sun Tzu: quien ocupa primero el terreno y lo aprovecha, pelea con ventaja.
Algo semejante había hecho Aníbal en Cannae.
No solo eligió el terreno estrecho para encerrar a los romanos: también esperó
la hora precisa en que el calor sofocante y el viento levantaban nubes de
polvo. Ese polvo, arrastrado contra los ojos de las legiones, los cegaba y
agotaba, mientras sus hombres, acostumbrados al clima, golpeaban con ventaja.
La naturaleza misma, sumada al ingenio táctico, se convirtió en aliada de los
cartagineses. Belgrano, dos milenios después y en otro continente, aplicó el
mismo principio: que el sol, la pendiente y el terreno jugaran del lado de los
suyos.
El espejo de Alejandro. En Issos
(333 a.C.), Alejandro eligió el terreno estrecho de un valle entre el mar y
las montañas para que el gigantesco ejército persa no pudiera desplegar su
número. Allí la multitud se volvió desorden, y su falange compacta abrió un
surco hasta Darío, obligándolo a huir. Fue el arte de encajonar al enemigo en
un espacio reducido. En Gaugamela (331 a.C.), en cambio, Alejandro se
enfrentó a Darío en una llanura inmensa, preparada para los carros persas.
Fingió retirarse hacia un flanco y con esa maniobra obligó a los persas a
extender sus líneas más allá de lo conveniente, debilitando el centro. En ese
hueco calculado, lanzó a su caballería de élite como una lanza en el corazón
enemigo. Fue el arte de replegarse para luego atacar, usando la amplitud del
terreno como trampa.
Belgrano, en escala más modesta pero
no menos heroica, aplicó la misma lógica: en Tucumán estrechó el campo de
batalla entre calles y huertas, y en Salta obligó al enemigo a exponerse cuesta
arriba con el sol en contra. Como Alejandro, supo que no siempre vence el que
tiene más hombres, sino el que consigue que el adversario pelee en el terreno
equivocado.
La astucia de Napoleón. En Austerlitz
(1805), el corso fingió debilidad en el centro y atrajo a los austríacos y
rusos a atacar en el lugar que él mismo había preparado. Esperó el momento en
que el sol naciente les dio de lleno en los ojos, y entonces lanzó el golpe
decisivo sobre la colina de Pratzen. El sol de Austerlitz quedó inmortalizado
como símbolo de su genio. Belgrano, con recursos modestos, entendió lo mismo:
hasta la luz y la hora del día podían ser soldados invisibles en una batalla.
En esto se parece a los grandes:
mientras otros confiaban en el azar o en la mera bravura, Belgrano fue
arquitecto de la geografía. Sus victorias no nacieron solo del valor de sus
hombres, sino de su capacidad para torcer el espacio a favor de la causa.
El viento y el sol fueron soldados
invisibles de Belgrano, tan decisivos como los hombres que empuñaban fusiles y
lanzas. En Tucumán y Salta no combatió solo un ejército: combatió un pueblo
entero, aliado con la tierra, la hora y el cielo. Y en esa fusión ardió la
chispa de la independencia.
Las mujeres en el arte de la guerra de
Belgrano
La historia suele poner a los hombres
en el centro de los ejércitos, relegando a las mujeres al silencio de las
cocinas o a la retaguardia invisible. Pero Belgrano, lector de los clásicos y
observador de su tiempo, entendió que la guerra no podía librarse sin ellas. No
era cuestión de romanticismo ni de cortesía: era una necesidad militar. La
revolución se sostenía en la plaza, en el campo de batalla, pero también en los
fogones, en las caravanas, en los hospitales improvisados y en la logística que
mantenía viva a la tropa.
Por eso no es casual que Belgrano
reconociera públicamente a las mujeres que se jugaban la vida en la causa. A Juana
Azurduy, que combatía al frente de una partida de caballería en el Alto
Perú, le entregó su sable. El parte del general decía: “A esta digna
amazona la hago merecedora del sable que llevo, en premio a su esfuerzo y
valor.” Era el gesto supremo de confianza y de honor militar: le estaba
diciendo que su lanza era tan legítima como la de cualquier coronel.
A María Loreto Sánchez de Gurruchaga,
que organizó en Salta un batallón de mujeres para abastecer, curar y hasta
espiar a los realistas, le regaló su poncho verde de comandante. La
tradición salteña lo recuerda con nitidez: aquella prenda era insignia de los
cazadores de Belgrano, y al entregársela le reconocía un rango simbólico.
Gurruchaga, con su batallón de mujeres, fue tan temida que el propio Pío
Tristán, jefe realista, se quejaba de “esas hembras que alientan la rebelión
con más fuego que los hombres.”
Y a María Remedios del Valle,
que siguió al Ejército del Norte desde Tucumán hasta Ayohuma, la llamó con un
título que trasciende cualquier rango: “Madre de la Patria.” El
testimonio lo recoge el propio Belgrano: “La nombré Madre de la Patria por
sus desvelos, sacrificios y valor, pues era madre de los soldados en el campo y
en el hospital.” Esa denominación no era una fórmula retórica: era una
declaración de que la patria no se forjaba solo con cañones y batallas, sino
también con la ternura feroz de una mujer que hacía de madre de soldados
huérfanos en medio de la guerra.
Estos gestos no fueron anecdóticos.
Fueron parte de su visión del arte de la guerra: el ejército no era solo filas
de hombres armados, sino un pueblo entero movilizado. Y en ese pueblo las
mujeres eran columna vertebral. Sin su presencia, el Éxodo Jujeño no hubiera
sido posible: fueron ellas las que empujaron carros, cuidaron niños y
prendieron fuego a sus casas para que el enemigo no encontrara sustento.
Belgrano, al incluirlas en su retórica
y en su organización, se colocaba en una tradición mucho más amplia. La
historia universal tiene ejemplos de mujeres que desafiaron los límites del
género para entrar en la guerra: las espartanas, que despedían a sus
hijos con el mandato de volver “con el escudo o sobre él”; Boudica, la
reina celta que incendió Londres en el siglo I d.C. al frente de un ejército de
tribus britanas contra Roma; Juana de Arco, que en el siglo XV condujo a
los franceses a la victoria contra los ingleses con su estandarte blanco; y las
mujeres de los pueblos originarios de América, como las que acompañaron
a Túpac Amaru y a Bartolina Sisa en las rebeliones indígenas.
Belgrano conocía, por sus lecturas y
por su intuición, que la guerra total implicaba movilizar a toda la sociedad. Y
en esa visión, las mujeres eran combatientes invisibles, pero decisivas. Si
Napoleón podía jactarse de sus mariscales y Alejandro de sus generales
macedonios, Belgrano podía decir que tenía madres, esposas e hijas convertidas
en guerreras, enfermeras y espías.
Su grandeza consistió en darles un
nombre, un gesto, un símbolo. Porque al entregar un sable, un poncho o un
título, Belgrano no solo reconocía a tres mujeres: reconocía a todas las que,
sin uniforme ni grado, hicieron posible que la patria naciera entre la pólvora y
el sacrificio.
La inteligencia militar: los ojos
invisibles de Belgrano
Ningún ejército sobrevive sin ojos ni
oídos. La pólvora puede dar el golpe, pero la inteligencia prepara el terreno.
Manuel Belgrano, sin contar con un servicio secreto profesional, entendió muy
pronto que la información era tan decisiva como la artillería. Supo organizar
redes de espías, exploradores y confidentes que hicieron de la sociedad norteña
un verdadero sistema de inteligencia popular.
En el Éxodo Jujeño (1812), por
ejemplo, nada hubiera sido posible sin saber con precisión por dónde y cuándo
avanzaban los realistas. Los exploradores a caballo y los vecinos disfrazados
de viajeros le transmitían las noticias del enemigo: número de hombres, moral
de la tropa, estado de los caballos y tiempos de marcha. Gracias a esos datos
pudo calcular el momento exacto para ordenar la retirada, quemar los recursos y
hacer que el ejército invasor encontrara humo y ceniza en vez de sustento.
La batalla de Tucumán (1812)
también fue precedida de operaciones de inteligencia y engaño. Belgrano
difundió rumores de que su ejército era mayor de lo que realmente era, hizo
desfilar varias veces a las mismas tropas por distintos puntos y exageró en sus
partes la cantidad de artillería disponible. Los realistas, desconcertados,
entraron en combate sin comprender del todo contra cuántos luchaban. Fue la
aplicación práctica de uno de los principios eternos de la guerra: sembrar
confusión en la mente del enemigo.
En esta tarea, las mujeres tuvieron
un rol clave. María Loreto Sánchez de Gurruchaga, en Salta, organizó un
batallón femenino que no solo abastecía y curaba, sino que también espiaba y
transmitía mensajes ocultos. Con canastos, cartas cifradas o simples palabras
susurradas en los mercados, se construía una red de inteligencia que burlaba al
ejército realista. Del mismo modo, María Remedios del Valle no solo fue madre
de soldados: también supo moverse entre líneas como enlace y recolectora de
información vital.
Belgrano no inventó esta práctica: se
inscribía en una tradición universal. Los romanos tenían a sus speculatores
y exploratores. Aníbal empleaba espías incluso en Roma y confiaba
en exploradores hispanos para guiarlo en los Alpes. Julio César dependía
de guías galos y germanos que le proporcionaban datos sobre senderos ocultos y
tribus hostiles. Alejandro Magno, por su parte, enviaba exploradores por
delante de sus campañas para medir distancias, recursos de agua y ánimos de la
población; su victoria en Gaugamela no se explica sin esa información previa
que le permitió preparar el terreno frente a Darío. Y siglos después, Napoleón
convirtió la inteligencia en una maquinaria sistemática, con redes civiles y
militares que lo mantenían informado hasta del humor de las ciudades
conquistadas. Belgrano, sin recursos ni estructuras, hizo lo mismo pero con el
pueblo: sus campesinos, sus mujeres y sus curas eran sus agentes secretos.
Aquí aparece el eco de Sun Tzu,
que ya en el siglo V a.C. dedicaba el último capítulo de El arte de la
guerra a la inteligencia y a los espías. Allí distinguía cinco tipos:
- Espías
locales:
habitantes de la zona enemiga que transmiten información. (En el Norte,
los campesinos que avisaban de movimientos realistas cumplían esa
función).
- Espías
internos:
miembros del ejército rival sobornados o persuadidos. (Belgrano logró
obtener noticias gracias a desertores y prisioneros).
- Espías
dobles: agentes
enemigos capturados que se usan para difundir información falsa. (Los
partes inflados de tropas o la repetición de desfiles cumplían ese rol de
engaño).
- Espías
condenados:
quienes son enviados a entregar datos falsos al enemigo, sabiendo que
serán descubiertos. (La desinformación que los realistas recogían en
pueblos arrasados funcionaba de este modo).
- Espías
vivientes: aquellos
que regresan con información directa del terreno. (Los gauchos
exploradores y las mujeres mensajeras de Belgrano).
Sun Tzu concluía con su máxima más
célebre: “Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no necesitas temer
el resultado de cien batallas; si te conoces a ti mismo pero no al enemigo,
sufrirás una derrota por cada victoria; si no conoces al enemigo ni a ti mismo,
sucumbirás en cada batalla.”
Belgrano, sin citarlo jamás, aplicó
esa misma lógica: conocía al enemigo a través de espías y exploradores, conocía
a sus tropas a través de la disciplina y el entusiasmo moral, y conocía al
terreno a través de guías locales y de la población movilizada.
Belgrano, entonces, hizo de la
inteligencia su artillería invisible. Con exploradores que espiaban marchas,
mujeres que tejían redes de información, rumores que confundían y vecinos que
arriesgaban la vida transmitiendo datos, construyó un ejército con ojos en
todas partes. En la guerra del Norte no solo combatieron hombres con lanzas:
también combatieron los mensajes secretos, las falsas noticias y los silencios
bien calculados. Allí se revela el costado menos visible de Belgrano: no solo
fue general de batallas, sino arquitecto de una inteligencia popular que supo
derrotar al enemigo antes de que sonara el primer disparo.
El ejemplo personal: Alejandro y
Belgrano
Ningún tratado enseña el poder del
ejemplo personal. Ninguna academia lo graba en manuales. Pero los grandes
conductores lo supieron siempre: las batallas no se ganan solo con pólvora,
sino con la certeza de que el jefe sufre y arriesga tanto como el último
soldado.
Alejandro lideraba sus cargas con la lanza en
mano, atravesando el polvo como un dios que no teme sangrar. César
dormía entre sus legionarios, compartiendo el pan duro y el vino agrio, porque
entendía que la autoridad se construye a la intemperie, no en los salones del
Senado. Aníbal, tuerto y agotado, seguía marchando al frente de su
ejército sobre los Alpes, y esa obstinación lo volvió inmortal en la memoria de
Roma, su enemiga.
Y ahí resplandece la anécdota
inmortal: Alejandro en el desierto de Gedrosia. El ejército marchaba
entre dunas abrasadoras, las gargantas secas, los labios partidos. Un soldado
se apiadó y le acercó un casco con el último resto de agua. Alejandro lo sostuvo
en la mano, miró a sus hombres, y antes de beber preguntó: “¿Han saciado la sed
los demás?”. “No”, fue la respuesta. Entonces, sin vacilar, volcó el agua sobre
la arena ardiente. “Demasiada para un hombre, poca para un ejército.” En
ese instante no solo renunció a un sorbo: convirtió la privación en ejemplo. El
jefe y el soldado eran iguales bajo el sol asesino. Ese gesto, más fuerte que
mil victorias, lo transformó en mito: el conductor no vale más que su tropa.
Belgrano, en escala distinta, tuvo gestos
semejantes. Durante el Éxodo Jujeño, no se apartó de la columna
interminable de familias que lo dejaban todo: caminó con ellas, respiró el humo
de las cosechas quemadas, compartió la incertidumbre de no saber qué vendría
después. Allí no había uniformes bordados ni caballos blancos de parada, sino
un jefe que se confundía con su pueblo.
En campaña, aun enfermo, se negaba a
retirarse. “No puedo gozar de alivio cuando mis hombres sufren más que yo”,
decía. Sus soldados lo veían, flaco, febril, pero firme en la línea. Esa
obstinación lo volvía creíble: si Belgrano resistía, ¿cómo no iban a resistir
ellos?
El ejemplo personal fue su verdadero
uniforme. Como Alejandro, entendía que un general no conduce desde la
comodidad, sino desde el dolor compartido. Esa, quizá, fue su mayor arma
invisible: hacer que sus soldados vieran en él no a un jefe distante, sino a un
compañero de sacrificio.
La selección de los generales: mandar
con lo que se tiene
La selección de los generales: mandar
con lo que se tiene
Un ejército no se hace solo de
soldados. Se hace de jefes, de hombres capaces de interpretar la voluntad del
conductor y convertirla en órdenes claras. Allí radica una diferencia esencial
entre Belgrano y los grandes de la historia universal.
Alejandro Magno heredó de Filipo II un plantel
formidable: Parmenión, Crátero, Pérdicas, Hefestión. Oficiales que eran espadas
y cerebros al mismo tiempo. Gracias a esa élite, podía lanzarse a la conquista
de Persia con la seguridad de tener detrás un Estado Mayor profesional y veterano,
capaz de ejecutar lo imposible.
Napoleón construyó su gloria con mariscales de
hierro como Ney, Murat, Lannes, Davout. Todos ellos curtidos en las guerras
revolucionarias, capaces de comandar ejércitos enteros sin necesidad de
supervisión. El corso solo tenía que encender la chispa y sus mariscales
desataban la tormenta.
San Martín, al volver al Río de la Plata, traía
la experiencia europea. Había combatido en Bailén, respirado la pólvora
napoleónica y aprendido a reconocer talentos. Supo rodearse de oficiales
capaces de sostener campañas largas y complejas, desde Güemes en el norte hasta
O’Higgins en Chile, pasando por jefes como Necochea y Miller en la caballería.
¿Y Belgrano? Belgrano no tenía
nada de eso. No contaba con un Estado Mayor experimentado ni con un plantel de
profesionales. Debió improvisar generales entre hombres que ayer eran
comerciantes, abogados o estancieros. Sus cuadros de mando eran patriotas más
que estrategas. Algunos cumplieron con lealtad y coraje —como Díaz Vélez,
Balcarce o Dorrego en sus inicios—; otros lo traicionaron con su mediocridad o
sus ambiciones. Esa desigualdad explicaba en parte las dificultades del
ejército patriota: había oficiales valientes, pero también otros que no
alcanzaban el nivel que la guerra exigía.
Y sin embargo, esa limitación se
volvió parte de su grandeza. Belgrano supo inspirar obediencia en improvisados,
transformar paisanos en oficiales, dar mando a quienes jamás habían visto un
mapa militar. En los primeros tiempos, muchos de sus jefes eran más hombres de
causa que profesionales de la guerra. Y en eso radica el milagro: convirtió la
fragilidad en motor, la inexperiencia en aprendizaje, la urgencia en escuela.
Mientras Napoleón podía apoyarse en
mariscales de hierro y Alejandro en veteranos macedonios, Belgrano tuvo que
hacer lo imposible: enseñar a ser generales a quienes apenas habían sido
soldados el día anterior. Y en ese milagro de pedagogía militar radica una
parte silenciosa de su genio: hacer de un pueblo en armas un ejército capaz de
disputar batallas memorables.
Clausewitz: el contemporáneo
improbable
Muchos historiadores han querido
forzar una conexión entre Belgrano y Clausewitz, como si el
abogado porteño hubiese tenido en su mesa de campaña los mismos tratados que
circulaban en Berlín. Pero no hay pruebas de que lo haya leído. Clausewitz
publicaba en Europa mientras Belgrano luchaba, enfermaba y moría en América. El
océano, la distancia y la urgencia de la guerra hacían improbable ese puente de
papel.
Y, sin embargo, las ideas se rozan
como si fuesen hermanas. Clausewitz escribió que la guerra es la continuación
de la política por otros medios. Belgrano, que no citaba filósofos militares,
lo demostró en cada proclama: cada batalla era un acto político, cada
movimiento militar llevaba implícito un mensaje a la población y al enemigo. No
combatía solo con balas: combatía con símbolos, con banderas, con arengas.
Clausewitz habló de la moral
como fuerza decisiva, superior incluso a los cañones. Belgrano lo practicó
desde el primer día: sus tropas mal vestidas, mal armadas, mal alimentadas,
resistieron porque creían en algo más grande que ellos mismos. El entusiasmo
del pueblo, decía Belgrano, fue la pólvora verdadera de Tucumán y Salta.
Clausewitz describió la fricción,
esa ley que convierte todo plan en incertidumbre cuando entra en contacto con
la realidad. Belgrano lo conocía de memoria: marchas bajo la lluvia, soldados
que desertaban, pólvora mojada, caballos que no llegaban. Ningún esquema
resistía intacto. Pero allí estaba él, corrigiendo, improvisando, rehaciendo.
La fricción no lo paralizaba: lo volvía más obstinado.
Quizá ahí radique su grandeza: que sin
academias ni manuales, sin tratados ni bibliotecas castrenses, Belgrano llegó
por intuición y práctica a las mismas conclusiones que el prusiano encerrado en
sus despachos. Como si la historia, en su ironía, hubiera querido probar que no
siempre hacen falta libros para pensar como los grandes capitanes: a veces
basta con la lucidez, el coraje y la desesperación de un pueblo en armas.
Belgrano, entre los clásicos y la
tierra
Belgrano tomó de Calderón la
convicción de que la milicia es religión; de Cervantes, la dignidad del
loco que pelea contra molinos porque sabe que sin locura no hay grandeza; de Aníbal,
la audacia para quebrar imperios y la astucia para hacer del viento y del polvo
aliados; de Alejandro, la movilidad que vuelve invencible y el gesto del
jefe que nunca bebe lo que su tropa no ha probado; de César, la
combinación de armas y el poder del relato que convierte la guerra en política
y la política en guerra; de Homero, la épica de los pueblos que resisten
aunque parezcan condenados; y de Sun Tzu, aunque fuera por ecos
indirectos, la sabiduría de la concentración y el engaño como llaves de la
victoria.
Pero Belgrano no fue un simple
compilador de enseñanzas antiguas. Fue un traductor creativo de la historia
universal a la geografía y a la precariedad americana. Cada principio
aprendido en los libros lo puso a prueba en las tierras ásperas del Norte.
Allí, donde no había falanges macedonias ni legiones romanas, sino gauchos
descalzos y campesinos armados con lanzas de tacuara, hizo de la necesidad una
estrategia y del sacrificio una escuela.
Cada derrota lo volvió más sabio: de
Vilcapugio y Ayohuma salió con la convicción de que la moral y la inteligencia
podían sostener a un ejército quebrado. Cada victoria lo volvió más consciente:
en Tucumán y Salta entendió que el triunfo no se mide solo en cañones capturados,
sino en la energía colectiva que se enciende cuando un pueblo siente que pelea
por su destino.
En Belgrano convivieron dos mundos
que parecían irreconciliables: la biblioteca y el barro. De un lado, los
ecos de Homero, César o Calderón; del otro, el hambre, la fiebre y la
incertidumbre de sus soldados. Esa fusión lo convirtió en un conductor único:
un general sin academias ni mariscales que logró forjar victorias que aún
resplandecen como milagros de disciplina, ingenio y coraje.
No copió la historia: la reescribió en
la lengua áspera del Río de la Plata, donde los clásicos dialogaron con
la improvisación criolla. Entre la reflexión silenciosa y el grito de guerra,
entre las páginas y la pólvora, entre los antiguos y el presente, Belgrano creó
un arte militar propio. Y en ese cruce de mundos dejó la marca de un hombre que
hizo de la lectura pólvora y de la patria una causa digna de morir.
Conclusión: el estratega de las letras
y la pólvora
Belgrano demuestra que el arte militar
no es propiedad exclusiva de las academias ni de los salones de uniforme
bordado. Se puede aprender en los libros, en la filosofía, en el teatro y en la
poesía, si se tiene la lucidez de unir todo ese conocimiento en el fuego de la
acción.
Por eso, al recordarlo, no debemos
verlo solo con la bandera en mano, sino también rodeado de libros, citando a
Calderón, recordando a Alejandro, admirando a Aníbal, evocando a Homero y
llevando dentro de sí la dignidad del Quijote, que pelea contra molinos
porque sabe que sin esa locura no hay grandeza posible.
No fue solo un general: fue un lector
que convirtió las páginas en estrategias, un abogado que transformó la retórica
en pólvora, un hombre enfermo que caminó al frente de sus soldados con el
coraje de quien sabe que la patria es un sueño demasiado grande como para
dejarlo en manos de otros.
Y por eso, cuando algunos dicen con
desdén que Belgrano no era militar, sino abogado, la respuesta debería ser
épica: sí, fue abogado… y con su toga rota y sus libros convertidos en
armas, levantó ejércitos de harapos y escribió, con pólvora y sangre, algunas
de las páginas más gloriosas de la historia militar argentina.
Belgrano fue, en definitiva, el
estratega de las letras y la pólvora: un capitán que sacó del polvo de los
clásicos la chispa para encender batallas, y del dolor de su pueblo la fuerza
para resistir hasta el límite.
